Por Yéssica Marrero Díaz (Gran Canaria)
Mi nombre es Yéssica Marrero Díaz y mi madre me trajo al mundo un 18 de julio de 1980, después de 12 horas de contracciones y sin epidural, llorando a gritos y media negra. Así me recuerda mi madre cuando me pusieron en su pecho por primera vez. Lo que ella no sabía era que esos llantos predecían al “terremoto” que acababa de nacer.
Recuerdo mi primera manifestación; tenía 5 años y estaba en preescolar. A mi amiga de la infancia, Alicia, y a mí no nos gustaba aburrirnos y siempre estábamos buscando algo que hacer; vamos, inventando… Ese día decidimos coger el contenedor de basura (un cubo de medio metro de color negro) y ponerlo en otro lugar. Para que la maestra no nos riñera, teníamos que crear un plan y no llamar mucho la atención. Sigilosamente, o eso creíamos nosotras, nos acercamos al cubo, lo cogimos cada una por un lado, lo levantamos y gritamos: “¡La basura, la basura, la basura…!” Ese grito causó un efecto espejo en el resto de los/as niños/as. Y ahí estábamos nosotras en el patio de preescolar con un grupo de críos gritando: “La basura…”. Vaya arresto nos llevamos: “¡Contra la pared…!” Rondaban los años 80 y todavía quedaba algún resquicio de antes de la transición.
Para que se hagan una idea, si hubiera nacido en esta época, me hubieran puesto unas cuantas etiquetas: dislexia, déficit de atención, hiperactividad… pero, en aquellos tiempos, me decían: “Fuerte niña más desinquieta”. Esa fue la primera de muchas manifestaciones.
Durante toda mi infancia y parte de la adolescencia jugué al baloncesto. Quería ser jugadora profesional, aunque, como saben, el baloncesto femenino no tenía mucha visibilidad. Hombre, también era muy peliculera, pero estaba claro que actriz no podía ser: “¡Eso es de putas!”, oía a mi alrededor, o “¿tú te pondrías en pelota picada delante de un tío para que te toquetee?”… Y la verdad es que yo era muy pudorosa y eso de ponerme desnuda como que no.
No obstante, ese tipo de comentarios hay que agradecérselo a las películas de los 80 y 90 de Fernando Esteso y Pajares, donde las mujeres estábamos todo el día desnudas corriendo ante la cámara y los hombres en gallumbos de la época.
Como dice la canción del príncipe de Bel Air: “Jugaba al basket sin cansarme demasiado porque por las noches me sacaba el graduado…”. Más que el graduado, cursaba 3º de BUP y en el diurno. Entonces ocurrió: me lesioné una rodilla. “¡Qué drama!”, mi sueño de ser deportista profesional se había esfumado.
Después de 3 años perdida en el caos de la indecisión, el desinterés y la desidia profunda, mi madre me propuso estudiar en FP Imagen y sonido. Yo no estaba muy convencida de ello, pero al final entré por el aro: “O estudias o trabajas, pero vivir del cuento, en mi casa, no”. ¡Cuánta razón tenía! Gran parte de la persona que soy ahora, se lo debo a ella.
En el 2000 fui reina del carnaval y, ese mismo año, en septiembre, empecé la formación profesional. Ustedes se preguntarán: ¿qué tendrá que ver un acontecimiento con el otro? Pues bien, se los voy a explicar: ser reina de un evento como ese (cámaras, luces, regiduría, público…), en aquella época, en mi pueblo, Gáldar, era “una señal” de lo que el futuro, a nivel profesional, me deparaba: trabajar en la parte técnica en distintos eventos: teatro, Womad y algún que otro festival no con tanta repercusión…
Justo después de terminar la formación profesional, me fuí a Madrid a estudiar Comunicación Audiovisual. La gente le decía a mi madre que estaba loca, que yo no iba a Madrid a estudiar, que iba a desaprovechar la oportunidad y a lo que iba era de fiesta.
A pesar de las críticas destructivas del entorno, mis padres confiaron en mí y, con gran esfuerzo, me mandaron a estudiar fuera para poder optar a más oportunidades laborales. Aunque siendo sincera, no fue hasta hace muy poco cuando le vi sentido a ese paso por la universidad. Es cierto que no todo fue estudiar, conocí muy bien la noche madrileña y aproveché para viajar por la Península. Pero esos viajes los pagué yo gracias a las becas y al trabajo de camarera, todos los fines de semana, en una coctelería en la plaza Dos de mayo y, algún domingo que otro, me vestía con cofia y delantal para servir con una bandeja más grande que yo (y yo medía 1,80) a lo que llaman “alta alcurnia”.
A pesar de todo, saqué la carrera e hice un máster en postproducción digital y animática.
Mientras estuve en FP, mi pasión fue la televisión, pero cuando entré en Comunicación Audiovisual, descubrí en el cine parte de mi vocación: contar historias a través de imágenes.
Durante los 5 años que estuve en la Universidad, me dieron becas para trabajar en ella: 2 años tanto en el plató como eléctrica, 1 año en la sala de realización como realizadora y 2 en la productora de la Universidad Francisco de Vitoria. También tuve la oportunidad de hacer mi primer cortometraje: “Yo también volaba” , que iba de una chica adoslescente que, por seguir a su mejor amiga y que no la marginaran, comenzó a tontear con las drogas.
Y es que siempre me gustó el cine social; de hecho, sigo escribiendo cortos sobre ello.
Cuando terminé la carrera y haber trabajado en Madrid en el programa “La noria” con la productora ‘La Fábrica de la tele’, decidí volver a Canarias a seguir trabajando en los medios de comunicación. No me terminaba de adaptar a la vida cara de Madrid y la falta de mar hacía mella en mi alma. Vamos, que estaba todo el día quejándome de todo sin apreciar la suerte que tenía de haber entrado a trabajar sin enchufes en el departamento de prensa.
Desde que llegué a Canarias, allá por el 2014, no he parado de dar tumbos laborales.
Trabajé en televisión como: editora, cámara de video, ayudante de producción; en rodajes de cine y publicidad en las 8 islas, y siempre con diferentes productoras; como fotógrafa en teatros y en eventos sociales. Qué bien suena esto último, ¿verdad? Básicamente, hacía lo que en el gremio se conoce como ‘BBC’: Bodas, Bautizos y Comuniones, y, en otras ocasiones, en discotecas sacando fotos a gente “pasándoselo bien”.
Todo ello hasta que me cansé, porque nunca llegué a estar satisfecha con el trabajo que desempeñaba y la inestabilidad cada vez podía más con mi estado de ánimo.
Como ya han podido imaginar, en Canarias me costó trabajar en los medios más que en Madrid. Y por esa razón di el salto al mundo de la educación.
Tengo que nombrar otra vez a mi madre porque siempre me lo recalcaba: “Hazte el CAP, hazte el CAP…”, lo que es ahora el máster del profesorado.
Empecé con los cursos para el Servicio Canario de Empleo relacionados con la televisión y el cine: Producción, Realización, Ayudante de dirección… y, en ellos, me di cuenta que una de las cosas que percibía era la falta de ilusión, sobre todo entre las chicas de los ciclos. Esa contemplación me llevó a crear proyectos donde pudiera no solo enseñar, sino también ayudar a encontrar un ápice de esperanza en esas vidas que también, como yo en su momento, estaban cansadas de dar tumbos laborales.
Uno de los primeros proyectos se llamaba: “Mujer es acción” y consistía en rodar un cortometraje durante un día, con el equipo técnico compuesto únicamente por mujeres: “La ronda”. En este sentido, un amigo nos dejó el bar para rodar: La pizarra. En el mismo sitio trabajamos unidas, mano a mano, sacando 70 tipos de planos en 12 horas, con un elenco de dos actrices principales y 8 figurantes.
Unos años después hice dos másteres relacionados con la intervención social en exclusión y un curso de Arte terapia. Eso me llevó a presentar, en Asuntos Sociales de Gáldar, otro proyecto: “TeatroEstima”, dirigido a mujeres que, por su vivencia en algún momento, estaban sufriendo exclusión o lo habían sufrido. El trabajo consistía en grabar, con un grupo de mujeres desde los 35 a los 68 años (sin experiencia), un corto teatralizado: “Hermanas”, como técnica para superar los miedos.
Esta fue una de las experiencias que cambió mi forma de mirar al mundo. Conocí a mujeres grandiosas que cuando llegaron al taller estaban muertas de miedo sin saber muy bien qué hacían allí. Fue muy gratificante trabajar con gente real interpretando vidas reales, en un mundo a veces muy cruel para el papel que algunas mujeres les toca vivir.
Para poder seguir contando historias me he dedicado a trabajar, ganar dinero, invertir en equipo técnico audiovisual y grabar mis proyectos, porque ayudas de organismos públicos no he tenido muchas, por no decir ninguna.
Después de la dura vida del autónomo, conseguí entrar como profesora en la Consejería de Educación, Cultura y Deporte, concretamente en la Escuela de Arte de Fuerteventura, donde casi llegué de rebote y sin querer. Abrieron las listas y una amiga me dijo: “Yéssica, tú apuntate, no tienen que llamarte, pero es una opción que, más tarde o más temprano, te puede ayudar”, y me dije: ¿por qué no…? Me apunté sin pensar que, en una semana, estaría cogiendo un avión para dirigirme a una escuela que llevaba un año en funcionamiento. Debo reconocer que ese mensaje de la consejería: “TIENE QUE PRESENTARSE EN SU CENTRO DE NOMBRAMIENTO EN 24HORAS”, y lo escribo en mayúsculas porque así fue como sonó en mi cabeza….: “¡Dios mío!”, grité. Y a continuación me entró un miedo que hacía mucho tiempo que no sentía, pero mi madre y mi pareja fueron las que me volvieron a “traer a la tierra”, demostrándome que tampoco era tan catastrófico. Sí, tenía que volver a cambiar mi estilo de vida, pero, en el fondo, eso es lo que he hecho desde que tengo uso de razón.
Llevo dos años dando clases e impulsando proyectos del alumnado para su desarrollo profesional. Cuando miro al alumnado, me acuerdo de mí y de las carencias que tuve durante mis años de estudiante. Por esa razón, intento llegar a acuerdos con ellos a través de la motivación y la esperanza, porque sin ambas, esos años de mi vida, no hubieran tenido mucho sentido.
Con la perspectiva del tiempo, me he dado cuenta que no por mucho gritar te van a oír mejor, que no por mucho madrugar amanece más temprano, y, sobre todo, que todo llega y lo que tiene que ser, será.
Ahora es cuando he entendido que aquellos gritos de bebé “guerrera” realmente eran de un bebé que lo único a lo que venía era a vivir como mujer en un mundo todavía de hombres.
Aún así, tengo esperanza en las nuevas generaciones; que puedan darse cuenta, antes que yo, que las cosas pueden cambiar si uno quiere que cambien. Que aboguen por la igualdad y que, por fin, las situaciones “arcaicas”, como la discriminación laboral que yo sufrí en ocasiones y algunas compañeras aún padecen, se queden en un recuerdo del paleolítico.
Sé que para ello todavía nos queda mucho que hacer, pero a Imposible le sobran dos letras.
Hagámoslo, por tanto, posible.