Por Carmen Izquierdo Montoro
Mi abuela adoraba el teatro, la poesía, la radio y la costura. Como el teatro en aquella época no era lo que su nieta pequeña interpretaba con demasiada presteza y había otros primos con mejores dotes, entre ellos mi hermano, decidió “ponerme de presentadora” con unas cuartillas de guía. Al menos yo tenía buena memoria y encontraba rapidísimo cualquier palabra del grueso diccionario (mérito poco eficaz con el actual buscador de la RAE, al que no hay quien le gane) y memorizaba poesías por largas que fueran: Machado, Alberti, Fuertes, Sor Inés de la Cruz, Santa Teresa (muero, porque no muero…) Mi abuela se esmeraba en repetidas sesiones de énfasis y declamación hasta que calcara su tono y voz. Incluso aún recuerdo cómo recitar como ella quería cada uno de los versos que me hizo repasar.
Mientras, la radio sonaba de fondo en todo momento que se terciara. Si salíamos a cuidar del jardín, también llevábamos un transistor o la del coche. Con tantas letras, la costura se quedó en la muestra obligada de cadeneta y pespunte, y ni siquiera llegué al botón o al zurcido. Algo de lo que en mi interior me regocijaba y que hoy en día me parece un desperdicio no haber aprovechado sus conocimientos.
Mi abuelo encendía la llama de mi curiosidad con historias. Sobre el universo, la naturaleza, la guerra, historia… En realidad, presenciaba entusiasmada sus enriquecidos monólogos. Espiábamos a lechuzas, mochuelos, hormigas, insectos… Cuando no le quedaba ingenio, me llevaba hasta la enciclopedia de medicina y me contaba las graves enfermedades, síntomas y decesos que un mosquito tropical podía causar. Era mejor que cualquier historia de miedo.
De mi madre aprendí siempre de su capacidad de entrega y trabajo. Lamentablemente, no pude imitar su abnegación ni detalle, algo que mi abuela se empeñaba en recordarme con más frecuencia de la que quería soportar. Mi padre rellenaba los pasillos de libros mudos y me prohibía la tele, de modo que tras algunas horas de deambular y buscar telarañas, y alimentar a sus huéspedes con alguna hormiga despistada que cazara en el patio, me dedicaba a la lectura. Devoraba cualquier ladrillo con atención y pasión, una capacidad que perdí por unos años y voy retomando.
Mis amigas siempre me demostraron lealtad y compañía. Compartimos la vida sin la necesidad de tener que aportar ninguna frase para portada y sabiendo que somos importantes solo por el hecho de existir.
Esa curiosidad por la vida en sí y la sensación de ser una extranjera en cualquier país, me llevó a estudiar Periodismo. La necesidad de tratar de esconderme y a la vez comunicar, me hizo optar por la prensa, aunque pronto descubrí que vivir ya es una declaración de intenciones. Una compañera de redacción y amiga me dijo ante uno de mis textos, puesto que era mío, que debía llevar mi firma no por presumir sino porque uno “es responsable de lo que escribe”. Aquella sentencia me pesó durante todas mis letras, incluso los pies de foto. Les aseguro que llegaban llamadas de queja por ellos. Lamentablemente, a veces salía más caro redactar con voz propia que mecanografiar un hecho, y aquello no me lo habían advertido en la facultad, pese a contar con valiosas asignaturas de Derecho a la Información, Deontología, Ética… Finalmente, el saber aportó recursos y maneras, pero el oficio fue quien finalmente me reafirmó en la profesión que había escogido.
Como cualquier mujer, encontré dificultades propias de nuestro género que el siglo XXI no reconoce por vergüenza quizá, o bien para seguir perpetrando determinadas injusticias, pues ya se sabe que una de las máximas de un abuso es negarlo a la mayor. Posteriormente, conocí personas de todo tipo y maneras, a veces de forma exageradamente superficial por las prisas y circunstancias. La televisión llegó entonces y el recuerdo de tantas sesiones de teatro del pasado. Nuevos compañeros y apoyos que siguieron aportando a mi vida. Gabinetes de comunicación, agencias de noticias, proyectos… Y en ellos mujeres dentro del sector de la educación con fuerza, dulzura y la capacidad de escuchar pese a cualquier tormenta.
Con los años aprendí a pensar en clave femenina sin preocupación por perder posiciones. Y más tarde, aprendí que las posiciones son para el ajedrez y que la salud es lo más importante. Una vez me dijeron que no me jactara de lo que había conseguido porque “siempre estamos en algún lugar porque alguien nos ha ayudado”. Aunque llegues a una meta, alguien te ha entrenado, escuchado y apoyado. Mis hijas, hermana y sobrinas son mis maestras. Muchas personas han hecho el “nosotras”. La última de ellas, Gema, quien ha tenido la santa paciencia de esperarme para que llegara este texto que espero les haya entretenido. Nosotras es una palabra inclusiva, generosa, profunda y esperanzadora. Espero seguir leyéndola mucho tiempo en esta revista y que más amigas, compañeras y profesionales tecleen sobre esta red.