Por Leticia Robaina.
Decido contar mi historia de maltrato a los 52 años porque me di cuenta de que callando y ocultando no me estaba ayudando a mí misma ni a los demás. Al contrario, estaba contribuyendo a normalizar una situación que, en realidad, nunca debería haber sido considerada como normal.
Fue un camino largo y doloroso llegar a este punto. Durante mucho tiempo, no pude ver, creer ni reconocer que estaba viviendo una realidad de maltrato. Para mí, era el día a día, una vida que consideraba ideal y normal. La aceptaba como mi destino. Pero llegó el momento en que me di cuenta de que mantener en silencio mi sufrimiento solo perpetuaba el problema.
Contar mi historia me resulta difícil, pero lo hago porque sé que el beneficio supera al dolor. Aprendí una lección invaluable: “Pide ayuda, cuenta, di. No tienes que ser perfecta ni una superwoman.” Ahora me acepto como “perfectamente imperfecta”, y mi poder es algo que elijo ejercer solo cuando realmente lo necesito.
Mi relación comenzó a los 17 años y duró hasta mis 45, un total de 28 años. Fue mi única pareja, ya que no tuve muchas experiencias amorosas en mi adolescencia. Aunque era extrovertida y me llevaba bien con los chicos, me costaba abrirme en cuestiones amorosas.
Con él todo fue tan fácil, tan bonito, tan emocionante, tan perfecto. Me enamoré hasta la médula espinal. Todo me pareció perfecto hasta mis 29 años. Digo “pareció” porque no me di cuenta de las señales dañinas y los maltratos que estaban presentes desde el principio. Me alejaba de amigos, de entornos, dejaba de hacer cosas que disfrutaba, todo bajo la justificación de que era “por mi bien” y “porque él estaba enamorado de mí”. Sin darme cuenta, caí en una red de control sutil que él tejía a su alrededor.
No quiero centrarme en el sufrimiento, sino en la transformación que he experimentado. Nunca he querido una relación asfixiante ni dependiente, pero tampoco quería una relación de estar juntos cuando solo decide uno. En aquellos años él lograba hacerme creer que tenía el control de mis decisiones y que yo era la mujer moderna y poderosa que decidía. Yo era muy viajera e hice varios viajes, pero no todos lo que quise. Hoy me doy cuenta que parecía que decidía yo y hasta cierto punto era así, pero las decisiones finales eran sutilmente manipuladas por él y cualquier intento de independencia era hábilmente desviado por él para hacerme sentir egoísta.
La realidad se volvía cada vez más evidente, pero mi visión estaba nublada por el encanto que él proyectaba hacia el exterior. Se ganaba a todos, era el alma de la fiesta, el amigo divertido. Yo era su marioneta, usada para sus bromas, que a menudo cruzaban la línea de la humillación. Algunos amigos, los pocos que me advirtieron, se alejaron, pero yo seguía sin ver la verdad.
Estas son mis reflexiones actuales, basadas en lo que he vivido hasta el día de hoy y en lo que estoy a punto de compartirles. En aquellos años yo no veía nada de lo que acabo de narrar.
Nos mudamos a vivir juntos, lo que implicó dejar mi trabajo y cambiar de isla, de Gran Canaria a Lanzarote. Aunque mi vida solía estar llena de decisiones que tomaba para mí, gradualmente me di cuenta de que esas elecciones estaban siempre enmascaradas por él. Un ejemplo claro fue mi regreso de Londres. A pesar de que mi estancia allí era crucial para mi desarrollo profesional, decidí volver anticipadamente, convencida de que ya había hecho esperar demasiado a mi pareja. Creía que estaba siendo egoísta en nuestra relación.
La realidad era que mi vida giraba constantemente alrededor de sus deseos y necesidades. Su trabajo siempre era considerado superior, y cualquier lugar donde él estuviera se convertía mágicamente en el mejor. Aunque sus movimientos estaban motivados por estudios y trabajos, yo veía que sus decisiones eran siempre las correctas. En comparación, sentía que lo mío era menos importante y que debía sacrificar mis aspiraciones en favor de las suyas. En ese momento, no percibía la desigualdad; todo me parecía justo y equitativo.
No es que estuviera ciega ante la realidad. En cada conversación en la que expresaba mis pensamientos y señalaba lo injusta que era la situación, él desplegaba una manipulación sutil que invertía los roles. La charla terminaba conmigo pidiendo perdón, afirmando que lo que él hacía estaba bien y que mis preocupaciones eran simplemente producto de mi egoísmo, sin considerar la perspectiva de la pareja.
Durante nuestro primer año de convivencia en Lanzarote, la dinámica continuó de manera similar a lo que ya he compartido, donde todo parecía ideal para mí, pero hoy veo la manipulación que se tejía. En ese momento, por ejemplo, todos nuestros amigos en común eran exclusivamente de su círculo, a pesar de mi naturaleza extrovertida que me llevó a conocer a muchas personas nuevas después de mudarme. Sin embargo, él conocía a esas personas y las juzgaba de manera que manipulaba mi opinión sobre ellas, logrando en la mayoría de los casos que me distanciara de esos nuevos amigos o que los pusiera en tela de juicio y no profundizara mi relación con ellos.
En medio de todo esto, estábamos preparando nuestra boda a caballo entre Lanzarote y Gran Canaria. Bueno, para ser honesta, la mayor parte de la planificación la hice yo sola, aunque verbalizaba que ambos estábamos ilusionados. Casi todo el trabajo recayó en mí y en la colaboración de mi familia, ya que él participó muy poco. Aquí otra instancia de manipulación: él no hacía mucho, pero todo debía ser como a él le gustaba. Si decidía algo y se lo comunicaba, él contradecía mi elección. Aunque no participaba activamente, opinaba sobre todo, y yo no lo veía mal , porque me seguía haciendo sentir que decidíamos los dos cuando se seguía haciendo lo que él deseaba. Aunque sus palabras eran amorosas y sutiles, ahora reconozco que la apariencia de que decidíamos juntos era parte de su manipulación.
Y llegó el momento en que me quedé embarazada, dando la bienvenida a nuestra maravillosa hija. Fue entonces cuando las cosas se intensificaron, marcando el inicio de lo más difícil y sutil de su manipulación hacia mi hasta ese momento.
El nacimiento de mi hija fue extremadamente doloroso. Nació prematura a las 29 semanas, con apenas 890 gramos, y ambas estuvimos al borde de la muerte. Los primeros 10 días de su vida, ella y yo estuvimos separadas: yo en Lanzarote y ella en Gran Canaria. Pasó dos meses hospitalizada, y durante más de un mes luchó entre la vida y la muerte. Después de darle el alta, nos sugirieron quedarnos en Gran Canaria para evitar tantos viajes entre islas, algo que sería beneficioso para ella.
En Gran Canaria, no teníamos casa, pero mis padres ofrecieron su hogar, ya que tenían espacio para tres más. Sin embargo, él decidió que no. La niña y yo podríamos quedarnos, pero él no. Este patrón de ponerse a sí mismo como prioridad se repetía, formamos una familia, pero él siempre imponía sus condiciones. Esto desencadenó una gran discusión, la primera real en nuestra relación. En este momento todo lo anterior, se quedó como anécdotas, y, ¿saben qué? Terminé pidiéndole perdón porque, según él, lo estaba forzando a ser algo que no quería. Yo solo quería criar a nuestra hija juntos, pero él lo vendió tan bien que ni siquiera lo vi, y lo acepté de nuevo.
Con el final de mi período de maternidad, también perdí mi trabajo porque intentaron perjudicarme laboralmente, algo que todos a mi alrededor veían claro que podía ganar. Mi familia me instaba a luchar por mis derechos, pero él me decía que el trabajo no importaba, que lo primordial era nuestra hija. En mi estado emocional y físico debilitado, acepté sus palabras. La realidad es que me había atrapado económicamente, y ahora dependía de él.
Cuando dejé de trabajar y mis ingresos disminuyeron, él decidió buscar otro empleo, lo que, por supuesto, implicaba que pasara más tiempo fuera de casa. Hasta ahí todo bien. Sin embargo, lo que resultó más difícil fue que, incluso en su tiempo libre, apenas estaba con nosotras, solo lo imprescindible. Esto desencadenó nuestra segunda gran discusión. Yo veía las cosas de cierta manera, pero él las desmontaba sutilmente, haciéndome sentir una mala persona y, ahora, incluso una mala madre. Ejemplo de esto fue cuando se acercaba la edad para escolarizar a mi pequeña, comencé a buscar trabajo y lo conseguí. Ya no necesitábamos su trabajo extra, pero él no lo dejó. Como siempre, yo era la “loca” que no veía las cosas y él solo buscaba lo mejor. Con él trabajando en dos empleos y yo en el mío, más la tarea de organizar los horarios de recogida y demás, era como hacer malabares. Siempre decidía que sí, veía bien la organización que hacíamos entre los dos para cuadrar todo, pero muchas veces, a última hora, le surgía algún trabajo y no podía cumplir, y yo, como una superwoman, iba al rescate de mi hija o hipotecaba a mi familia.
En una de esas ocasiones, me avisó a última hora de que no podía recoger a la niña. Sucedió algo inesperado: al aparcar más lejos de casa de lo usual, me lo encontré con una chica. Nunca fui celosa, siempre confié, pero esta vez sentí algo. Otra discusión surgió cuando le pregunté si su relación con esta chica estaba relacionada con el tiempo que pasaba fuera de casa. Su reacción fue desaparecer de casa durante tres días, sin que nadie supiera dónde estaba ni su familia. Cuando regresó, casi sin dejarme hablar, me dejó y se fue, alegando que era insoportable y que veía cosas que no eran reales, y yo, una vez más, pedí disculpas.
En dos días, ya eran novios y casi vivía con ella. Mi intuición no me falló, pero el me decía que solo eran amigos que yo veía lo que no era, sus palabras, una vez más, me llevaron a donde él quería: no estar conmigo, pero mantener el control, ya que aún tenía las llaves de casa por la niña y porque, según él, era más fácil para nuestra organización con ella. Aprovechó esos momentos para seguir gobernando mi vida incluso estando separados, siempre con sutileza. En este punto, me alejé un poco más de amigas y familia, ya que todos veían lo que yo no veía, y seguía quedando más atrapada en él. Sin embargo, regresó a casa como si nada hubiera pasado, volvimos a enamorarnos, bueno yo en realidad seguía estándolo, él utilizó la misma estrategia, o no sé cómo describirlo, pero volvimos.
Vivimos unos años que, aparentemente, eran buenos, o al menos eso creía en ese momento. Sin embargo, ahora, cuando me preguntan si estoy sola, respondo que estoy soltera; sola estuve cuando estaba casada. Compramos una casa, pero él pasaba cada vez más tiempo fuera, siempre justificado por el trabajo. Había dejado su trabajo nocturno y su empleo principal ahora tenía uno turnos diferentes. Yo, que había decidido perdonar y comenzar de nuevo, consideré razonable que no estuviera casi en casa debido a sus turnos de trabajo.
Sin embargo, ahora se sumaba el hecho de que, cuando estaba en casa, tampoco estaba realmente presente. Además, se perdió muchos momentos importantes con nuestra hija, ya que decidió que asistir a eventos relacionados con ella era una tontería. Esta actitud afectó la adolescencia de mi hija, y fue entonces cuando me volví más exigente y menos complaciente con él. Sus ausencias se hicieron más frecuentes. Al principio, después de comprar la casa, eran esporádicas, pero con el tiempo se volvieron más frecuentes. Aunque sus trabajos por turnos y la necesidad de cubrir turnos extras no me generaban desconfianza, hubo un momento en que empezó a seguir una rutina, y eso me hizo sentir intranquila. Aunque pensé en todo tipo de escenarios, no tenía pruebas concretas. Lo único que tenía claro en ese momento era que iba a separarme. Sin embargo, decidí posponerlo por el bien de mi hija. Repetía curso, no le estaba yendo bien, ni sus profes ni yo lo entendíamos porque siempre fue buena alumna. Yo no sabía cómo explicarle un divorcio y agregar más presión a su situación.
Así que sufrí en silencio, tomé una decisión: ayudar a mi hija a superar ese bache y luego divorciarme. Lo que no era consciente es que mi hija también sufría en silencio desde hacía dos cursos, es decir, dos años en los que su padre llevaba una doble vida, estaba con una mujer y sus hijos teniendo una vida familiar. Yo solo lo sospeché durante unos 6 meses. Todo estalló cuando ella decidió hablar conmigo y contarme lo que veía que estaba sucediendo. No lo haba hecho antes porque “no tenia pruebas claras de que estaba pasando eso y no quería romper un matrimonio, en definitiva ella era solo una adolescente”, palabras textuales de mi hija. En ese momento, me derrumbé, pero también actué de manera totalmente diferente. Fui directa, clara y concreta, y le pedí el divorcio.
Comenzó entonces un proceso de aprendizaje muy intenso. Él intentó seguir teniendo control en el divorcio, pero no se lo permití. Quiso seguir mandando en mi vida y en mis propiedades, pero tampoco se lo permití. Por primera vez, veía que no podía conmigo. Aun así, tardé casi tres años en darme cuenta de que había sufrido violencia psicológica y manipulación. Fue la primera vez que verbalicé y reconocí lo que me había pasado, tres años después de todo. Ya una gran amiga me lo dijo claramente, y mi respuesta fue ¡qué dices! NO. Necesité hablar con mujeres que habían vivido situaciones similares, y escuchar las mismas frases y escenarios fue lo que me hizo comprender. Me enfadé conmigo misma: ¿cómo una mujer decidida, extrovertida, con estudios y educación como yo permitió eso? Al hablar con otras mujeres, comprendí que no lo permití; fui manipulada para llevarme donde él quería y creer que estaba tomando decisiones. Necesité escucharlo mucho, verlo en otras y trabajar en mí misma, pero sobre todo perdonarme. A veces pienso que él no fue consciente de lo que hizo o no sabía relacionarse de otra manera; su patrón de comportamiento era así. Esto ya no me importa, porque ahora estoy felizmente divorciada. Me he deconstruido, me he perdonado y he sacado un aprendizaje de mi drama. ¿Cómo? Estoy llevando a cabo todo lo que dejé de hacer y todo lo que pospuse. Nunca es tarde. Tener 52 años no es un límite, sino una oportunidad para vivir una madurez bonita y propia, con libertad, respeto y coherencia.
Me ha atrapado completamente la historia. Admiro tu capacidad de resurgir de las cenizas y empoderarte. Disfruta de tu nueva vida, te la mereces. Leticia 💜