Por Albertine de Orleans.
Son las 23:00 de un ocho de marzo de los que pasan sin pena ni gloria; y aquí ante el televisor que ni escucho ni veo me pregunto por enésima vez: ¿Cómo disolver el inmenso cuajarón de sangre O+, sangre magullada y negra que se va extendiendo en lo más superficial de mi cuerpo y en lo profundo de mi Ser? Quizá necesito una esperanza nueva que llene mi vacío, al menos durante algún tiempo…
Mis tres hijas, crecieron en un abrir y cerrar de ojos, independizándose una tras otra a lo largo de un año y medio. Amelia se fue a vivir a Londres con su marido austriaco que conoció unos cuantos años atrás en Graz, cuando fue a estudiar con una beca Erasmus. Constanza encontró un trabajo para enseñar español para extranjeros en el centro CEIAM —Centro Europeo de Idiomas Ausias March— acreditado por el Instituto Cervantes de Valencia. Y la pequeña Dalmacia, la rebelde de la familia, aterrizó en Guinea de la mano de su novio mulato, para trabajar en el Hospital General de Bata. Sus vidas son interesantes, un ejemplo del que estoy orgullosa. Pero no puedo vivir a costa de las ilusiones y de las vidas de mis niñas por mucho que las quiera, y menos aún, a costa de mi marido ausente, Romualdo, que sale hacia el trabajo a las siete de la mañana regresando trece horas después. Rutina establecida puntualmente desde hace treinta añitos. Conclusión: tengo mi propia existencia, ¿la tengo? Estoy todo el día sola sin ni siquiera un chihuahua al que sacar a pasear tres veces al día y recogerle las caquitas, con guantes y bolsitas de colorines. Sola hasta que la conocí en el Círculo Mercantil de Las Palmas de Gran Canaria, lugar que solía frecuentar una o dos veces por semana para jugar unas partidas de mus con antiguas socias que seguían fieles al Círculo, a pesar del declive en el que se encontraba debido a un cúmulo de errores ocasionados por los últimos presidentes interesados en ganar dinero a costa de la entidad.
Ella era la abogada del Mercantil, y, desde la adolescencia, íntima amiga del nuevo presidente. Soltera, sin hijos, de treinta y nueve años recién estrenados, zalamera, simpática, con una labia que te quitaba el sentido de lo maravillosamente bien que se expresaba, y con una capacidad de convicción fuera de lo común. En una conversación intrascendente se lo dije, y Ambro —Ambrosia—, me contestó que se ganaba la vida con el palabrerío hablado y escrito, cualidad que había heredado de su madre, dicho sea de paso, la inteligente de la familia y de la cual se sentía muy, pero que muy orgullosa.
He de confesar que al principio me encontraba incómoda y cohibida. ¡Yo!, una mujer casada y madre, padecía una extraña atracción fatal por otra mujer que me inspiraba libertad, deseos de hacer lo más grande, es decir, lo que jamás hice por estar siempre volcada en mi familia olvidándome de mí misma y, sobre todo, curiosidad por sentir lo que nunca me atreví a experimentar, a pesar de cruzarme con frecuencia por la cabeza que el arrocito no solo se me estaba pasando, sino que terminaría podrido irremediablemente si no espabilaba de una puñetera vez. ¡Madre mía! Alagada, por aquellos WhatsApp que fueron subiendo de tono y de intensidad, haciéndose imprescindibles en mi día a día. —Ahora me rio recordándolos—. Comenzaron con unos buenos días y unas buenas noches, continuaron con un ¡qué tremendamente guapa estabas hoy! Y siguieron con un no he dejado de pensar en ti en toda la mañana. Hasta que llegó el ¡ven!, por favor, ven a mi despacho el viernes por la tarde, a eso de las ocho; necesito acariciarte y besarte, ¡me tienes loca! Por supuestísimo que ni me acerqué a menos de doscientos metros de su despacho, con el pretexto de sufrir una fuerte migraña, que ciertamente jamás he padecido. En fin, algo tenía que inventarme.
Leyendo aquellos WhatsApp, que me incendiaban las mejillas, no sabía qué hacer, cómo reaccionar, hasta que una mañana, sin más, me lie la manta a la cabeza con dirección a la calle Cano y… toqué aquel timbre negro con cámara incorporada, que abrió una puerta blanca con Ambro sonriendo en el umbral. Me saludó amablemente, y algo sorprendida me invitó a pasar a su despacho. Reaccionó al instante descolgando el auricular para darle instrucciones a su secretaria —una mujer morena, gordita y bajita, que se parecía enormemente a la cantante de ópera Montserrat Caballé— para que no le pasara llamadas y retrasara la siguiente visita una media hora, pretextando un imprevisto que debía resolver urgentemente. Mientras hablaba, y yo la miraba boquiabierta; con un ademán protocolario me invitó a sentarme, cerró de golpe y sin tino la puerta; y literalmente se abalanzó sobre mí. Retrocedí un poco asustada, pero ella me tranquilizó con una expresión seductora y atractiva y unos ademanes suaves, hasta fundirnos en un abrazo largo, cálido y tierno, amenizado por el Hilo musical con Hotel California de The Eagles, flotando alrededor de nuestros cuerpos. Al abrazo le siguieron unos cuantos besos y algunas caricias que provocaron en mí una excitación hasta entonces desconocida. Cuando sentí el contacto de su mano suave sobre mí rostro, me sobresalté, mano que continuó con infinita dulzura tanteando mi piel, lenta y cuidadosamente, hasta llegar a mi sexo, que con un estremecimiento de placer exquisito rozó fugaz para acariciarlo con deleite cuando “él” por decisión propia, se entregó a sus dedos. Yo estaba a punto de estallar en el momento en el que sonó el teléfono rompiendo el hechizo, y a continuación unos toques discretos que hicieron que nos separáramos. La puerta del despacho se abrió, “Montserrat Caballé”, sonriendo entró en escena, anunciando a un cliente que miraba sobre su hombro con expresión contrariada. Habíamos estado acariciándonos cuarenta y cinco minutos, —ni uno más ni uno menos— sin ser conscientes del transcurso del tiempo.
Ahora estoy leyendo su último WhatsApp, es el enviado quinientos tres, —llevo la cuenta con absoluta disciplina—, ¡estoy deseando llegar a los mil! Me escribe entre emoticonos de corazones rosados: quiero beberme el néctar de tus pechos, sentirte mía, entregada, arrebatada en el placer del orgasmo, en un romántico sueño del que no despertemos jamás… Sí, sí, sí, eso es lo que quiero, ¿será vedad? ¿Por fin habré encontrado ese amor extraordinario, placentero y sublime que siempre imaginé? No lo sé, es tan especial que me parece irreal y perfecto, como la novela rosa de Corín Tellado que le quitaba a mi madre durante sus interminables siestas, y leía a escondidas debajo del hueco de la escalera de servicio, tapada con una descolorida cortina de flores anaranjadas y diminutas. Novelas de historias ingenuas de toques machistas que me parecían normales, en las que me metía hasta las trancas llorando y riendo. Fascinada, ante una trama que después de muchos avatares y sinsabores terminaba felizmente, —eso era lo importante—; venciendo el amor, ¡mua, mua y mua!, todos los obstáculos. Confieso que en mi adolescencia esas páginas me ayudaron a entender lo que sentía y nadie me explicaba, y confieso que, en mi madurez, nuestras circunstancias —de las cuales ya no me avergüenzo—, no son de novela ni rosa ni amarilla, pero las quiero experimentar sin reparos y a todo tren, porque tengo más claro que el agua que el arrocito está en su punto más álgido y sin pasarse. Así que, por lo pronto, me voy al despacho, —nuestro nidito—, que son las 20:01 DEL OCHO DE MARZO, EL DÍA DE LA MUJER que coincide con este viernes, el día de Venus, la diosa del amor. He preparado unas exquisiteces vegetarianas que compartiremos con un Protos Verdejo, Vino Blanco D.O. Rueda, el vino preferido de Ambro ya que celebraremos además nuestro primer aniversario…
(Relato perteneciente al libro RELATOS CON MOSCA. Autora Albertine de Orleans).