«¡Uau! Que esto iba en serio, Victoria. Que no hay vuelta atrás». Esto es lo que me dije a mí misma cuando el avión en el que había viajado durante casi doce horas, aterrizó en el Aeropuerto Internacional Juan Santamaría, en Costa Rica. Por delante, siete meses de pura vida y a mis espaldas una mochila pequeña pero muy pesada.
Mi origen, en el barrio de Jinámar, donde crecí y estudié hasta los dieciocho años, es la base que sustenta la historia de mi vida. Aquí, muchas lombrices con disfraz de oruga me invitaban a diario a abandonar mis estudios cuando era una adolescente, ya que como pretendían demostrarme con ejemplos cercanos, estos no me llevarían a lograr ningún triunfo en la vida. Sin embargo, dejar de formarme, algo que tanta satisfacción me aportaba, nunca fue una opción para mí y así me lo recordaba siempre mi familia. Mi coraje me impedía rendirme y mis ganas de comerme el mundo, me empujaban con absoluta decisión a seguir alimentándome de la sabiduría de aquellos profesores y profesoras que transmitían con tanta vehemencia mensajes cargados de esperanza.
Más tarde, continue estudiando fuera de mi barrio. Conocí personas excepcionales que hoy forman parte de mi vida y, por primera vez, no eran personas del mismo ámbito del que yo procedía. Esto me hizo aprender muchísimo, sobre todo, eso que dicen de que «el hábito no hace al monje», y vaya si no lo hace. Por parte de algunas formadoras de aquella etapa, las estudiantes que procedíamos de determinados barrios de la capital, sufrimos un trato que rayaba lo discriminatorio. Supe enseguida en qué tipo de persona no quería convertirme jamás. Seguí dando lo mejor de mí, logrando obtener las mejores calificaciones y, tras terminar este ciclo superior de formación profesional, orienté el timón de mi barco hacia Tenerife, donde comencé a estudiar en la Universidad de La Laguna mi pasión; la biología.
Como ya saben, cada momento vivido nos marca de algún modo, sobre todo, cuando somos fieles a nosotras mismas y confiamos al cien por cien en nuestra intuición, y a mí, ese paseo de cuatro años por mi amada ciudad de La Laguna, me transformó completamente y rescató todo aquel talento que en muchas ocasiones había escondido. Crecí enormemente como persona, batallando en situaciones tan diversas como aleccionadoras.
Esta experiencia atestó mi mochila con elevadas dosis de alma, corazón, fuerza y empeño, y con todo ello me fui a centroamérica al acabar la carrera. Me propuse vivir la pura vida haciendo lo que más me gustaba; trabajar en la naturaleza. Sin embargo, aunque creí que estaba superpreparada, me equivoqué. Tenía muchísimo que aprender y con muchas lágrimas me levanté de caídas que fueron verdaderamente duras para una chica de 24 años que la primera vez que salía de su país, lo hacía para cruzar el Atlántico. Pero lo conseguí. Mi espíritu ganó en valores y aquellas lágrimas que derramé, hoy sé que tenía que dejarlas ir para continuar florenciendo.
Por supuesto, también disfruté de momentos fantásticos, conocí otros países y gente maravillosa que me colmaba de una profunda felicidad en muchos momentos. Ahora que el tiempo ha pasado, no hay día que no recuerde esta aventura que me llevó a lograr la tarea más esencial que tenemos en la vida; conocernos a nosotras mismas y sentir el placer de saber qué lo hemos conseguido. Mi trabajo al cuidado de animales en peligro, me llenaba de orgullo todos los días y me permitía conectar con lo más profundo de mi propio ser.
Al acabar esta maravillosa aventura volví a España, pero no aguanté mucho tiempo en la islita. Después de cinco meses me mudé a la península para estudiar mi primer máster. En este momento ya acumulaba tantas experiencias, que esta etapa la afronté con una madurez de la que yo misma me sorprendía cada día. Era una Victoria pura que iba a por todas con la mejor de las actitudes. Mi cuerpo y mi mente estaban realmente en equilibrio. Me sentía fuerte, muy fuerte.
Más tarde, la última pandemia nos sorprendió y como a muchas, me vi obligada a cambiar de planes, así que al término de este primer máster, regresé a La Laguna para cursar el máster que me habilita hoy para el ejercicio de la docencia.
Ahora, tras un curso como profesora en un colegio concertado y estando de vacaciones en Islandia, desde donde escribo estas palabras, siento una inmensa emoción que recorre todo mi cuerpo. Me acaban de comunicar que he conseguido la plaza para trabajar como docente de Biología y Química en Eslovaquia. Quería estar un poquito más cerca de mi extraordinario compañero de vida, al que conocí en Costa Rica y con quien no he parado de viajar durante estos casi cuatro años que llevamos juntos, y me voy acercando a ese objetivo sin abadonar los retos.
Me siento muy capaz y con la ilusión intacta. Sé que será, como apunta Robin Sharma «un cambio duro al principio, desordenado a la mitad y feliz al final», pero no me asusta. Tengo las herramientas que necesito para empezar y descubriré otras nuevas con las que seguir nutriendo mi espíritu sediento de saber.
Victoria Cabrera Cazorla.