Elizabeth López
Imagínate que tienes seis años. Que es de noche y estás en tu habitación. Que tienes miedo e intentas taparte los oídos con ambas manos mientras llevas tus rodillas al pecho a modo de escudo. Imagínate que el monstruo está al otro lado de la pared. Que es real. Que grita y que golpea cosas –o a personas– y que alguien llora y le suplica que pare. Imagínate que quien implora es tu madre. Tu refugio. Tu referente. Imagínate que de repente se abre la puerta de tu cuarto. Tú das un brinco. Tienes los ojos tan abiertos que se te derraman en la cara, junto al montón de lágrimas y de mocos que chorrean por tus mejillas. Imagínate a tu madre metiendo a toda prisa en tu pequeña mochila las cuatro cosas que alcanza a recoger. Que te saca de la cama, así, en pijama, te carga a un lado de su costado, te encaja bien en su cadera y sale huyendo de lo que en tu corta vida has entendido como tu hogar, mientras de fondo el monstruo sigue rugiendo, amenazando con el puño en alto. Un monstruo al que tú llamas papá y que aún sigues sin comprender por qué siempre está tan enfadado. Imagínate que, a pesar de la crudeza, tú has corrido con suerte. Sigues vivo. Mamá también.
En lo que llevamos de año, el servicio de Atención de Víctimas de Violencia de Género 112 Canarias, recibió 3.976 llamadas, de las cuales, el 51% representaban peligro inminente para la víctima. Los dispositivos de los Cabildos (DEMA) tuvieron que activarse en 181 ocasiones y 25 mujeres y 14 hijos tuvieron que recibir alojamiento de emergencia para protegerlos de sus maltratadores. También, en lo que llevamos de año, 7 menores han sido asesinados por sus padres en nuestro país. Por tanto, quizá no haga falta la imaginación para aceptar que a diario muchos niños viven aterrorizados por la brutalidad de un padre que desconoce el significado del verbo «cuidar». Siempre he escuchado eso de que uno no elige a quién ama. Y es cierto: no hay explicaciones científicas que revelen por qué nos enamoramos de fulanito y no de menganito. Pero sí hay elucidaciones psicológicas de por qué, a pesar de estar viviendo una situación de maltrato, permanecemos al lado de una persona que nos daña: una infancia difícil en la que se normalizó la violencia; problemas socioeconómicos que no te permiten ser una mujer independiente y te obligan a permanecer en el infierno, porque la alternativa es la indigencia; las secuelas psicológicas que deja la violencia de género: baja autoestima, sentimiento de culpa, creer que te mereces ese trato o que tú lo has ocasionado, entre otras tantas razones. Por eso, cuando escucho a alguien decir «Si tan mal está por qué no lo deja», o «Pues que denuncie», me entristezco. Me encantaría saber cuál es la razón que nos lleva a creer que tenemos siempre la solución a los problemas ajenos. Como mismo me gustaría entender por qué carajos nos metemos en la vida de los demás. Todos tenemos basura que recoger de nuestras casas y mirar la porquería del vecino no va a evitar que la nuestra apeste. Por tanto, en vez de juzgar y criticar, quizá deberíamos tomar conciencia de que tenemos un serio problema social. Que hoy la asesinada es otra. Que los pequeños ataúdes llevan a los hijos de otra. Sin embargo, nadie está a salvo de enamorarse de quien no le conviene. Mañana puedes ser tú, o tu hermana, o tu sobrina o tu amiga. Desde nuestro pequeño metro cuadrado podemos hacer algo. No perdamos la oportunidad de tenderle la mano a quien lo necesita o de denunciar los gritos de auxilio de la vecina del quinto y de no mirar para otro lado cuando te la encuentras en el ascensor con el ojo morado o el labio roto. No, no ha tropezado porque sea muy torpe. Y lo sabes. Lo sabemos. Si otra no tiene voz, dásela tú. Esto no va de una, va de todas.