Por Cathaysa Jimenez
La ilusión de que mi trabajo como Educadora Social algún día deje de atender lo urgente y lo grave, y empiece a dar los frutos del esfuerzo constante por construir los cimientos de un mundo amable, seguro y libre de violencias.
Ojalá pasen los años y no me pierda en el marco teórico, los protocolos y los despachos. Ojalá nunca me empañe la tristeza, el dolor y el sufrimiento de las personas que acompaño. Ojalá nunca normalice la violencia, en ninguna de sus formas, y que de tanto respirarla, no se vuelva cotidiana. Ojalá nunca ninguna mujer me tenga que contar una historia de terror, mientras agacha la cabeza, entierra la mirada y tiembla.
Que pasen los días y los años, y que mi trabajo en la intervención socioeducativa no se traduzca en contener golpes, llantos y miedos. Ojalá qué, entre tanta urgencia, haya otros espacios.
Espacios para encontrarnos, sin tanto ruido, espacios dónde compartir y en ellos, hablar y avanzar.
Espacios dónde la sociedad nos podamos encontrar para hablar de lo verdaderamente importante y necesario, que son las vidas de las personas. Que le echemos un freno a este mundo desbocado y paremos a mirarnos, las unas a los otros, y saquemos cuentas, y pensemos, si merece la pena perder lo que tanto nos ha costado (y nos sigue costando) conquistar. Parar y afianzar los pies al suelo, y gritar alto que “no pensamos dar un paso atrás” porque hemos llegado hasta aquí y queremos seguir avanzando, y sentirnos orgullosas de todo lo que hemos alcanzado, porque indudablemente, las conquistas del feminismo nos convierte en una sociedad mejor, más libre, más igualitaria y menos violenta.
Un espacio de contención social dónde el machismo no quepa, dónde los discursos de odio no tengan eco, dónde las ideologías políticas ancladas en el pasado, no tengan capacidad de decidir sobre nuestras vidas, nuestros deseos o nuestros cuerpos.
Ojalá que un día dejemos de conmemorar minutos de silencio por las víctimas, cuestionar los datos de violencia, dudar de las leyes que nos protegen y empecemos a interiorizar que es nuestro deber garantizar algo tan esencial y primario cómo son los derechos de las personas.
Espacios dónde los y las profesionales del ámbito de la intervención con mujeres víctimas de violencia nos miremos a la cara y podamos contarnos cómo nos sentimos, que nos falta, que nos sobra. Dónde se tejan con fuerza las maravillosas redes que son capaces de sostener hasta las más pesadas de las situaciones, que podamos existir más allá de un número, una memoria o un salario, que podamos tener un espacio para respirarnos y sentirnos con orgullo, porque a pesar de la precariedad a la que estamos sometidas la mayoría, damos todo lo que podemos y de la mejor forma que podemos. Porque a pesar de lo complejo de las situaciones a las que nos enfrentamos diariamente, recogemos también mucho amor, cariño y alegrías, de las mujeres a las que acompañamos, de sus hijos e hijas, pero sobre todo aquel que entre nosotras, cómo compañeras, nos brindamos.
Ojalá que un día se hable tanto de nuestra salud mental y emocional cómo se hace de los presupuesto destinados a nuestras áreas, porque para las primeras que debemos ser esenciales es para nosotras mismas y nuestras familias.
Y espacios dónde las mujeres víctimas de violencia puedan ser y estar, con sus tiempos y con sus ritmos, que son otros muy diferentes a los que marca la administración. Espacios al compás de la vida, de procesos lentos, los que llevan y traen, todas las veces que haga falta. Un espacio donde las mujeres se compartan y entre relatos se descubran en igualdad, dónde entre ellas se apoyan, y la frase “ser fuerte” se transforma en plural, para que pese menos, porque incluso ellas tienen que ser las fuertes aunque no queden fuerzas. Esos lugares dónde los cuidados se dan tan naturales que no hace falta teorizarlos, ni protocalizarlos. Un espacio dónde no tendrían que justificar nada.
Dónde el proceso judicial, las entrevistas y la continua revictimización no tienen hueco, porque en ese espacio lo importante es la persona y su proceso.
Y que ahí, cada una de las mujeres y sus mundos internos y habitados, vayan llenándose de esperanza, de oportunidades, de volver a intentarlo todo, volver al trabajo, a los estudios, al amor, y a la vida.
Ojala que un día las mujeres víctimas de violencia no tengan que sortear los entresijos del sistema, que reciban una mirada sensible que les permita ser protagonistas de sus vidas, que no se vea mermada su salud mental entre tantas injusticias, que no tengan que renunciar a nada, simplemente que se les proteja de verdad, a ellas y a sus hijos e hijas.
En un mundo con tanto ruido y sin espacios para lo propio, necesitamos un lugar cercano para mirarnos y sentirnos, partir de lo humano, creo que sólo así, los “ojalá” serán un algún día realidad.
Una mirada sentida, necesitamos mas de eso, la sociedad, las profesionales y todas y cada una de las mujeres, incluida yo.
No he querido escribir en este texto sobre datos, intervenciones o protocolos, siempre he creido que hay tantas maneras de hacer las cosas como personas, he intentado aprovechar este espacio que me han regalado, para mirarme y compartir lo más humano que me hace sentir, para bien o para mal, mi trabajo.