Por Laura García-.
¿Quién te gusta? ¿Tienes novio? ¿Cuántos hijos quieres tener? ¿A qué edad quieres casarte? No mientas, a esta edad ya tiene que gustarte algún chico, ¿es compañero de clase y por eso no lo dices? Menos mal que estás empezando a vestir diferente, con la ropa que usabas antes y jugar tanto al fútbol, la gente empezaba a decir que eras lesbiana.
Preguntas y estigmas que han estado muy normalizados durante demasiado tiempo y que, de forma consciente o inconsciente, comienzan a sentar bases y generar cuestionamientos cuando las respuestas que se obtienen no son las esperadas.
Desde pequeña, siempre tuve demasiado claro que casarme con un hombre no estaba en mis planes. Bueno… casarme en general con la idea que ha venido prevaleciendo en la sociedad hasta hace más bien poco. Tampoco tenía intención de tener hijos y también sufrí el cuestionamiento por esa decisión: “ya verás que cuando seas mayor vas a cambiar de opinión”, “a ti te he de ver con un hijo o con dos, y te recordaré lo que decías cuando eras joven” … Bueno, tengo 26 años y mi intención de tener hijos sigue siendo nula.
Vivir en un pueblo pequeño donde todo el mundo se conoce, donde hasta hace relativamente poco regía el miedo y el “no contarlo por el que dirán”, no sabría decir si influyó en el tiempo en el que tardé en reconocerme, primero a mí misma y luego a mi madre, que era parte del colectivo LGTBI. Sólo sé que tuve que salir de Agaete para poder dar el paso de hablarlo con mi madre, había ido a Madrid por primera vez, tenía los primeros exámenes de la carrera y los hacía en Fuenlabrada. Esa primera noche habíamos llegado y no teníamos ni idea de qué cenar, tampoco nos apetecía demasiado cocinar, así que, aprovechando que cruzando la calle había un centro comercial, fuimos a cenar por ahí, ya nos preocuparíamos al día siguiente de hacer la compra.
Pero antes de llegar a ese momento, vamos a retroceder unos meses. Conocí a mi pareja actual en mi primer año de universidad, justo cuando comenzaba el curso en septiembre. Habíamos quedado con un amigo y nos dejó plantadas, paseamos mientras hablábamos y luego, me fui corriendo a coger la guagua porque tenía clases a las seis de la tarde y tenía que llegar hasta Agaete para conectarme a la videoconferencia. Después de esto, seguimos hablando, nos hicimos amigas y volvemos a Madrid a la primera cena con mi madre.
Y, fue en ese momento en el que sentí que estaba preparada para hablar con mi madre, explicarle lo que me pasaba y lo que estaba sintiendo, a lo que ella me respondió: “Ya lo sabía, eres mi hija y te conozco; lo único que no te perdonaría y que no perdonaría es que por aparentar no seas feliz”. Tras esa primera cena de confesiones en Madrid, todo siguió su curso; hice mis exámenes y volvimos a Agaete.
Al regresar, mi madre fue a hablar con Sandra, la que había sido bibliotecaria del pueblo durante años. Y una de las mujeres que me había visto crecer porque desde pequeña pasaba muchas horas metida en la biblioteca; Sandra fue mi segunda madre y una de las confidentes de mi madre con respecto a mí. En ese momento, ella estaba enferma, por lo que había dejado su trabajo en la biblioteca, pero eso no quería decir que perdiéramos el contacto. Por eso, a la vuelta del viaje, mi madre fue a ver a Sandra, para contarle aliviada la conversación que habíamos tenido, aunque ella, al igual que mi madre, ya lo sabía; a pesar de no haberlo dicho en voz alta. Y ese día las dos lloraron de alivio.