“NO HAY MOTOR MÁS POTENTE QUE CREER EN TU PROYECTO”

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Por Dácil Martín Petrini (Arucas)

Soy Dácil Martín Petrini, siempre pongo mi segundo apellido, porque soy la última generación de los Petrini de la isla. La gente que me quiere me llama “Petri”. Tengo sangre italiana, alemana, griega y canaria. Y esto hace que fantasee muchas veces con la idea de que existimos gracias a un sinfín de casualidades y decisiones de último momento.  

Nací en Las Palmas de Gran Canaria; nunca eché raíces, he vivido en más de veinte casas, pero ahora me siento de San Andrés, mi hogar, y está sensación de enraizarse es nueva y placentera.

Cuando tenía cuatro años, mis padres se separaron, lo hicieron bien, entendí que así eran más felices, y mi hermana mayor se convirtió en mi principal pilar.

Cuando tenía diez años, fruto de un segundo matrimonio, nacieron mis tres hermanos pequeños, los “trillizos de Arucas” les llamaban. Les paseaba con un carrito espectacular de tres plazas dispuestas en fila, a veces, caminando subía hasta la cima de la montaña de Arucas, y desde ahí, contemplaba el mundo desde arriba, mi pequeño Everest. Y desde entonces, estoy enamorada de la infancia, educar y cuidar.

Cuando tenía 17 años salí de Gran Canaria, con la idea de no volver más. Primero cerquita, a La Laguna, después a Barcelona, y después… quién sabe. Trabajé para estudiar y estudié para trabajar. Conocí a gente de todo el mundo, que abrieron mi mente y me ayudaron a relativizar todo lo que tenía por sentado y cuando ya tenía un pie fuera de Barcelona para seguir viajando, me enamoré de un aruquense que vale lo mismo que el mundo entero. 

Un año después, tuvimos a nuestro primer bebé, y sabíamos que no había mejor lugar para criar a nuestra niña que nuestra isla. Tener un bebé puede cambiarte los planes, y eso está bien. Un bebé te aclara la vista. 

Y volvimos a casa, San Andrés, a disfrutar de nuestra piel ensalitrada, el canto de las pardelas y el gofito escaldao. Nuestra consigna: “Por muy mal que nos vaya el día, siempre podemos darnos un baño en la marea”.

Buscamos un colegio para nuestra niña, pero nada nos convencía. Y como la gente del norte, tira “pal” norte con sus ideas, le fabricamos uno. Sólo necesitábamos una casa grande y las familias alocadas suficientes para pagar el alquiler. Y de esta manera abrimos nuestra primera escuela Montessori en Vegueta. Nosotros y cinco familias más. Fueron años de mucho trabajo y encanto, y sin darnos cuenta, el proyecto creció y creció, y cada día llamaban a nuestra puerta más y más familias.

Hoy son más de ciento veinte. Hemos ampliado nuestros espacios y nos hemos mudado a una escuela más grande en Tafira. Pero no es fácil. Emprender es creer fervientemente en tu idea, porque encontrarás mil y un traspiés en tu camino. La administración, empleados y clientes pueden convertirse en un triángulo que aprieta, y aprieta hasta el punto de dejarte sin respiración. Y lo que te mantiene a flote es creer en ti, creer en tu proyecto y no abandonar.

Y ahora, esas semillas que se plantaron ya han florecido, y esos cinco niños y niñas que empezaron en la escuela de Vegueta, van a ir al instituto.

Tengo 38 años, dos niñas de 8 y 11 años, un compañero de vida, dos carreras, dos másteres, un perro, una escuela con 20 empleados, 120 niños y niñas con sus correspondientes familias, y vistas al océano. Todo producto del trabajo, algunas casualidades y decisiones de último momento. A veces me preguntan cómo lo hago. A veces no me da tiempo de depilarme. 

Ahora, que poco me queda para llegar a los 40, me puedo tomar la licencia de dar algún consejo: Si emprendes, no te rindas, no pares, estudia, crece, se flexible ante los cambios y no te tomes las críticas como algo personal. No hay motor más potente que creer en tu proyecto.

Al golpito, poco a poco todo sale.

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