“NADA DE LO QUE HE LLEGADO A SER HUBIESE SIDO POSIBLE SIN LAS MUJERES DE MI VIDA”

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Por Cathaysa Jiménez Valencia (Agaete)

Me llamo Cathaysa Jiménez y soy del Valle de Agaete, y digo que soy, porque aquí nací, crecí y he vivido toda mi vida. Muchas veces la gente se sorprende del amor que siento por El Valle, de la intensidad con la que me emociono cuando hablo de él. Amo este lugar, es cierto, pero no como ese territorio físico, en el mapa y delimitado, sino como el espacio lleno de significado, ese lugar que contiene toda mi vida, mis emociones y la memoria de las que estuvieron antes que yo.

Se me hace complejo hablar de mis 31 años de vida, de mi trayectoria personal y profesional. Puedo ir al grano y contar que estudié Educación Social, y trabajé durante algún tiempo en intervención socioeducativa con jóvenes y en participación ciudadana, así como que soy educadora del Cabildo de Gran Canaria o que soy cofundadora y activista de Salvar Agaete. 

Podría hablar de lo mucho que me gusta trabajar con las personas, de que mi hobby preferido es subir y bajar barrancos, abrir caminos o coronar cimas; de cómo espero ansiosa cada año para subir a Tamadaba en busca de La Rama y bailarla como si no hubiera un mañana, de cómo salté de alegría cuando se paralizó la construcción del macromuelle de Agaete, de cómo lloré cuando vi arder El Valle y El Pinar o de cómo me duele el alma cada vez que desdibujan un paisaje con falsas promesas de progreso.

Hablar de mí es mucho más que hablar de un curriculum, de mis entretenimientos o mis pasiones. Si tengo que contar quien soy, solo lo puedo hacer de una manera, porque nada de lo que he llegado a ser hubiese sido posible sin las mujeres de mi vida. 

Crecí en el seno de una familia formada mayoritariamente por mujeres, en el Barrio de San Pedro, entre el Risco de la Escalera y el Pinar de Tamadaba. Mis abuelas son el mejor ejemplo de vida que he podido tener; hicieron de El Pinar su segunda casa en tiempos de necesidad, trabajaron la tierra para “otros”, a la vez que criaron y cuidaron la vida, con jornadas de 24 horas al día los 7 días de las semanas, y aun así, siempre nos regalaban una sonrisa y un rato en el patio para regar las helechas, un buchito de café, hacer ganchillo y contarnos las historias “de antes”. 

Sufrieron en sus vidas y sus cuerpos las dificultades de ser mujeres, pobres y rurales. Dormidas en tristes enfermedades de olvido, como muchas mujeres de este norte… Por suerte aún las puedo mirar y cuando lo hago, parece que veo en sus rostros la fuerza de los riscos que nos rodean. Ellas me enseñaron los caminos, a custodiar el territorio, el amor por la tierra y me hicieron paisaje. 

Mi madre y mis tías son para mí las mujeres más sabias con las que me he topado. Ellas no entienden de tecnicismos, políticas feministas ni teoría del género, porque muy jovencitas tuvieron que abandonar sus estudios primarios para ayudar en la casa. Pero sin leerlo en ningún libro, me hablaron de empoderamiento y de romper patrones; sin darse cuenta, se encargaron de traspasar la sabiduría de las más viejas, de luchar por dignificar la memoria colectiva, de hablar de lo que nadie quería hablar, pero, sobre todo, nos enseñaron y educaron en la libertad y la valentía.

Gracias a todas ellas, soy parte de la primera generación de mi familia que pudo acceder a estudios superiores, aun habiéndome convertido en madre adolescente, siempre confiaron en que era hora de cambiar la historia. Gracias a ellas me he enfrentado a mis miedos y he luchado por mis sueños. Me enseñaron de lo colectivo, de lo mutuo, del cuidar y de que juntas somos más. 

Gracias a ellas pude ser y sé que mis hijas serán.  

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