“La verdad está fuera de la pantalla”

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Por Fayna Bethencourt.

El pistoletazo de salida fue aquella carcajada… y yo sin saber que ese hueco entre sus paletas, abierto como el Mar Rojo después de extender Moisés sus brazos, iba a ser el paso hacia mi éxodo particular. Un caminar que iba a durar dieciséis años. Dos ojos azules y dos formas de mostrarse al mundo con su vulgaridad y ofreciendo hostias y jarabe de chulería, de ese pegajoso y con sabor enfermizo, pero también el chico que sube con cada palabra a su familia femenina a un altar y dice practicar la bondad como deporte de alto riesgo al ayudar con las bolsas de la compra a las abuelas de su barrio. 

Me quedé con esos ojos, pero ignoré la parte de la personalidad que no me gustaba para quedarme con la buena, bonita y de cartón piedra, pero… ¿quién puede culparme por seguir la norma no escrita de quedarse siempre con lo positivo, verdad? 

“Always look on the bright side of life”, como cantaban los Monty Python: “Mira siempre el lado brillante de la vida” y todo ese brillo me deslumbró hasta quemarme las pupilas y con mis párpados chamuscados y mi visión distorsionada del mundo y del amor, seguí a mi flautista de Hammelin particular no hasta una ciudad de Alemania, sino hasta Barcelona pasando por Madrid, dando un rodeo por la fantasía que me vendieron y comprando entrada para la primera fila del gran teatro infernal del que sería socia VIP durante mucho tiempo.

 Y mi historia junto a él empezó oliendo a fresas cuando cruzó una autopista para traerme una caja llena después de decirle que era mi fruta preferida. Y todo lo embriagó el olor a fruta, con ese color rojo como el fuego que sentía cuando me tocaba. 

Años más tarde y siendo madre de dos pequeños de ojos azul cielo, el olor a fresas me llegaría en forma de batido derramado sobre el torturador, que mi hijo tiraría sobre él para hacerle soltar a su madre, que, en ese momento, ese hombre tenía agarrada contra el suelo. Y su tacto sobre mi cuerpo retorcido ya no era rojo por esa antigua pasión, sino que el fuego era puro dolor, pena y miedo. 

“Pena, penita, pena”, la vida tiene varias bandas sonoras. Momentos que bien podrían tener música de fondo y convertirse en videoclip. Pero la realidad siempre supera a la ficción y ningún guionista puede captarla del todo, porque la verdad está fuera de la pantalla y también de esa venda que se lleva cuando compartes tu vida con un abusador. 

Disonancia cognitiva llaman al hecho de ser incapaces de admitir el daño que alguien que nos debería querer, sería incapaz de hacernos. 

No, no, no.

No me puede estar haciendo esto a mí. 

No, no, no. 

No me hace daño adrede.

No, no, no. 

No se volverá a repetir, porque me lo ha prometido.

Y un día te vas, caminando sobre esas piernas que aún caminan y que ha prometido que algún día se encargará de que no lo vuelvan a hacer jamás. Poco a poco vuelves a reencontrarte, te miras al espejo y te parece ver cómo te sonríe la que una vez fuiste, animándote a darle la mano para salir juntas de ese pasado que no quieres que vuelva. Que no quieres encontrarle plantado frente a tu puerta al llegar a casa un día, ni tampoco escuchar su voz al descolgar el teléfono a diario.

El pasado siempre vuelve, dicen, y tú, mientras, cruzas los dedos para que esa parte del tuyo, no encuentre jamás el camino de regreso a ti.

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