Por Anna Gadea Valentí (Agaete)
Mi nombre es Anna, tengo 42 años y vivo en Agaete. Hace 3 años dejé mi ciudad natal, Barcelona, para establecerme aquí.
Tuve una infancia muy fácil; tanto, que nunca me planteé que hay tantas maneras de vivir como personas, que también se puede salir del modo preestablecido por tu entorno y educación. En mi adolescencia nunca puse en duda que había otra posibilidad en la vida que estudiar una carrera, trabajar para una compañía que te diera una seguridad de asalariada, casarse, tener 2,5 hijos, una hipoteca, un árbol de navidad y un perro. Y así seguí el camino de baldosas amarillas a pesar de sentir dentro de mí que algo chirriaba con aquel futuro tan previsible.
Estudié Filología Inglesa solamente por el hecho de que había viajado a Londres en el instituto y me enamoré de aquella ciudad, de aquella libertad. Quise estudiar esa carrera para tener la posibilidad de hablar y conocer a una parte del mundo que sólo con mi catalán y castellano no era capaz. Y al acabar la carrera, recuerdo un gran vacío… ¿y ahora qué? Sentía que me metía en una rueda de hámster, como que ya había hecho todo lo que se esperaba de mí y ahora tenía que buscar el mejor trabajo para reconocer mis méritos como persona… Andaba perdida. La vida me llevó a una empresa de publicidad y ahora puedo decir que empiezo a creer que tuve las aptitudes para subir como lo hice, desde una recepción respondiendo al teléfono en una agencia de medios a trabajar como técnica de medios y publicidad en una empresa tan importante como Mahou San Miguel, donde posiblemente, si hubiera continuado, ahora tendría un puesto de dirección. La Publicidad y el Marketing en aquel entonces me parecían apasionantes. Estudiaba masters para ir llenando mi CV y buscando algo que me llenara más, aprender más, buscar más. Durante mucho tiempo viví un personaje que también forma parte de mí, una parte que buscaba el reconocimiento, el ser vista, el ser importante por lo que hacía, el ganar mucho dinero para gastarlo en cosas materiales que llenaran ese vacío que en el fondo no quería ver. Ahora sé que tuve que pasar casi 15 años de mi vida aprendiendo y ahorrando para estar donde estoy ahora. También fui feliz y toda aquella etapa me sirvió para aprender muchísimo a nivel personal y a nivel de gestión de equipos, y me permitió poder pagarme grandes viajes cada vez que tenía ni que fueran 3 días libres. Quería sentir aquella libertad que sentí en aquel primer viaje, conocer a otros viajeros y compartir, aprender, empaparme de otras culturas, enamorarme de lugares, fotografiarlos, hacer lo que me apeteciera en cualquier momento y compartir luego con la gente todo lo que había aprendido. Empecé a escribir un pequeño blog de viajes y mis documentos de información práctica sobre ellos sacaban humo entre amigos de mis amigos cada verano.
Mi vacío se hacía cada vez más grande cuanto más avanzaba en mi carrera. Me sentía superficial, sin profundidad, que pasaba de puntillas por mi vida. Y en mi primer viaje sola, a Guatemala, conocí a alguien que me cambió la vida. Alguien de quien me enamoré profundamente y que gracias a eso pude entrar con suavidad en otra parte de mi conciencia que estaba muy cerrada. Yo era de esas personas que dicen “si no lo veo, no lo creo” y aquella persona apretó el botón para que yo empezara a creer, abrió la caja de Pandora de la espiritualidad, del crecimiento personal, empezamos a leer a Bucay, Miguel Ruiz, Tolle… Aquella persona siempre me hablaba de causalidad, que todo pasaba por algo, el famoso dicho que el aleteo de una mariposa provoca un tsunami en la otra parte del mundo. Pues ese ligero pestañeo en el centro de América provocó que en Barcelona empezara a interesarme por un mundo que siempre puse en entredicho: el crecimiento personal. Empecé mi formación en Terapia Gestalt y esta vez no por tener un título más, sino por ahondar en mí, por conocerme más dentro… los viajes eran una manera de conocerme y aun así me di cuenta de que no hace falta irse tan lejos…
Mi querida y perfecta directora en la oficina empezó a preguntarme tras cada viaje veraniego o navideño que realizaba si iba a volver y, en el fondo, sonreía por dentro pensando que igual algún día me quedaría en Costa Rica o en Chile. Fantaseaba con abrir un pequeño bar en una playa tropical. Me había convertido en muchos personajes a la vez, aunque los patrones que aprendí de pequeña se imponían. ¿Qué iba a hacer si sólo sabía hacer lo que sabía hacer? En mi posición, trabajando por cuenta ajena, tenía la seguridad de meter la tarjeta en un cajero y este me escupía dinero siempre. Además, en el fondo, miraba atrás y pensaba que todo lo que tenía había sido pura suerte, que cualquiera podría hacer lo que yo había hecho, llegar donde había llegado laboralmente, coger el macuto y marcharme sola un mes a sitios recónditos o aprender prácticamente sola a hacer mis propios champús y cosméticos naturales, por ejemplo. Por más que me decían, “yo no sería capaz”, los miraba con sorpresa diciendo “claro que lo eres, todo el mundo lo es”. En cambio, no me atrevía a saltar, a salir de la rueda, a arriesgarme. La formación Gestalt acababa y me empecé a plantear que una posible salida podía ser la terapia y, aun así, me faltaba lo más importante: creer en mí. Seguía buscando en el kundalini yoga, en el tantra, en Gestalt, en los viajes.
Y entonces ocurrió. Pasó un tren. De nuevo, el amor. Ahora puedo decir que el más importante de mi vida. Pues el amor implica confianza. Confié y me dejé volar a Canarias, concretamente a Agaete. Lo dejé todo. Fue un choque emocional en todos los sentidos, de lo conocido a lo desconocido, de la seguridad al riesgo, del sentirse arropada, abrazada, protegida a sentirse ligeramente a la intemperie, de la independencia a la dependencia, del hacer y hacer al no hacer. Inicié una aventura y un duelo al mismo tiempo. Y cuando me sentí fuera de la zona de confort, empezaron a surgir muchas de mis sombras que aún no conocía.
Y llegó un momento crucial: el emprender un negocio. Aquel sueño de un bar en la playa iba a ser ligeramente distinto. Nunca pensé que sería en Agaete, nunca pensé que sería una pequeña casa para hospedar viajeros, aunque sí que iba a ir descalza la mayor parte del tiempo o en “cholas”, tocaría la guitarra y conocería a viajeros de todo el mundo con algunos de los cuales surgiría una bonita amistad y podría hacer que su experiencia en este pequeño rincón del norte de Gran Canaria fuera lo más inolvidable posible, como cuando yo viajaba, como cuando preparaba mis documentos prácticos de viaje para que otros también los disfrutaran como yo había disfrutado aquel lugar.
Yo no empecé desde cero. Aprendí el negocio de la mano de un gran emprendedor que me ayudó, me recomendó y se arremangó la camisa como yo. Aun ahora me surgen las dudas. ¿Qué ocurre si te ayudan? ¿Qué pasa si no lo haces solo, si te muestran el camino? ¿Si te dan la mano también estás emprendiendo? Pues creo que la respuesta está en el creer en uno mismo, en responsabilizarse. Al principio me atrevería a decir que no creía mucho en mí. Pero me doy cuenta, cuando miro atrás, de que emprender es muchas cosas que he aprendido en este camino de vida, es hacer las cosas con amor e implicación, responsabilidad, disfrutar, pedir ayuda en ocasiones, también es soledad en mi caso, cometer errores y perdonarse, escuchar, aprender, ser egoísta, cuando egoísmo habla de mirar por ti con respeto por los demás, asumir que no siempre vas a gustar a todo el mundo, poner límites a la autoexigencia y a la susceptibilidad, aceptar las críticas y que te van a juzgar sin conocerte o por lo que otros digan de ti. No puedo estar más agradecida a la vida que me ha traído aquí, aunque haya pasado por mucha oscuridad y haya perdido cosas y personas importantes.
Casa Calma nació hace algo más de un año, aunque tuvo un buen padrino que luego se marchó y el pequeño mundo en el que yo vivía de deshizo por completo y me quedé sola, lo que se dice completamente sola, en un bonito pueblo donde apenas conocía a nadie y con un negocio al que tenía que darle entidad propia. Así que las sombras aquellas que habían empezado a aparecer, se hicieron fuertes y grandes, aparecieron los miedos, aparecieron las heridas, las dudas y también aparecieron personas que me ayudaron a creer en mi, a no abandonar, viajeros que se enamoraron del lugar y quisieron aportar su grano de arena.
Casa Calma es una pequeña casa de huéspedes con 4 habitaciones y con una bonita azotea en la que se encuentra una tarima en la que ofrecemos sesiones de yoga para la gente de Agaete y alrededores, clientes y quien quiera venir. No hay nada como hacer yoga bajo el cielo azul o las estrellas. Aquí se aúnan mis pasiones, el viaje, el crecimiento personal y conocer a ciudadanos del mundo. Casa Calma es un poco de todos los que han ido dejando su huella y los que vienen dicen que tiene mi energía, esa que te hace sentirte en casa. Muchos vienen para una noche y se quedan una semana, y eso me llena el alma. Además, me permite crear nuevos proyectos que ya están viendo la luz, como seminarios para enseñar a realizar champús sólidos y cosmética natural, círculos de mujeres y también estoy empezando a ofrecer terapia a precios asequibles. Aquí me gustaría poder llevar a cabo una labor de empoderamiento femenino siguiendo el camino de experiencia y aprendizaje que yo he seguido. Es lo que mejor puedo ofrecer al mundo: mi propio camino de baldosas amarillas.