Por Begoña Silva López
Un día de junio de 2022, salí de casa con mi uniforme y la nevera con el almuerzo, rumbo a mi trabajo en el hospital. ¿Quién me iba a decir que tardaría un tiempo en regresar a mi hogar con mis tres tesoros: Alejandro, Álvaro y Gonzalo, mis hijos?
Mientras trabajaba, una compañera me advirtió que tenía los ojos amarillos. Ahí comenzó mi calvario. Ese mismo día, después de una analítica y una ecografía, me dejaron ingresada. A la mañana siguiente, una doctora joven y con semblante serio entró en mi habitación. Me dio la mano y me dijo: —Begoña, tienes un cáncer en las vías biliares. Se me secó la garganta. Si la doctora me habló después, no la escuché. Las lágrimas caían por mi cara como si se hubiera abierto un chorro de agua. Sentí la sensación de caer al vacío, de flotar… Algo muy raro que nunca había experimentado antes. Mi mente se llenó de pensamientos sobre mis hijos. Muchas sensaciones se agolpaban en mi cabeza en muy poco tiempo. Me puse en manos de los médicos. Recuerdo que antes de entrar en quirófano le pedí al médico que, al despertar, me dijera que todo había salido bien. Y lo hizo.

El cáncer estaba en estadio cuatro, con metástasis hepática. Mi recuperación tras la cirugía fue buena, y comencé con la quimioterapia. Sin embargo, antes de la segunda sesión, ingresé de nuevo por fiebre. Fue en ese momento cuando empezó a caérseme el pelo. Una noche, mis compañeras me preguntaron si quería que me raparan la cabeza. Había pelos en la cama, en el suelo, hasta en la mesa de noche. Ellas tenían el rostro desencajado, pero yo estaba extrañamente tranquila; nada tenía importancia, solo mi vida. Después de todo este proceso, surgieron en mi mente preguntas sin respuestas: “¿Por qué a mí? ¿Y por qué no?”. Me di cuenta de que había desperdiciado mucho tiempo y energía en cosas que no tenían importancia.

Lo fundamental para mí ahora es la salud; sin ella, no hay nada. Pasé por momentos de miedo y rabia. Aunque sabía que mi entorno intentaba consolarme y que no sabían qué decir, muchas de las frases bienintencionadas me incomodaban: “No llores”, “Yo sé lo que es eso, lo viví con un familiar”, “La vida es así”. Sentía que solo quien ha pasado un cáncer o ha estado entre la vida y la muerte puede entenderlo realmente. Aprendí que, para consolar a alguien, muchas veces solo hace falta un abrazo o un “estoy contigo para lo que necesites”. No me gusta cuando se usa una terminología de batalla para hablar del cáncer: “luchar”, “vencer”, “perder”. Me parece injusto para quienes ya no están, como si no hubieran hecho lo suficiente.

Durante los seis meses de quimioterapia, me emocionaba al ver a tantas personas recibiendo su tratamiento, aferrándose a la vida. Nos mirábamos y nos entendíamos sin necesidad de palabras. Recordé mi etapa trabajando en oncología, un trabajo duro emocionalmente pero muy gratificante. Nunca pensé que nuestro trabajo fuera tan importante para los enfermos hasta que estuve de ese lado. Entendí el valor de la empatía, de escuchar y acompañar.Poco a poco, aprendí a disfrutar de las pequeñas cosas: un paseo por la playa, tiempo con mi familia y amigos. Pensaba en cuánto me quedaba por hacer y en lo poco que realmente les había dedicado.
No merece la pena gastar energías en lo que no aporta. Cuando parecía que todo había mejorado, en una revisión me detectaron otro cáncer, esta vez en el pulmón. La cirugía fue más complicada de lo esperado. Además de extirpar dos lóbulos del pulmón, tuvieron que quitarme tres costillas. Con la quimio y la radioterapia terminadas, empecé la inmunoterapia. Hoy, las cicatrices en mi cuerpo me recuerdan lo afortunada que soy. Una vez leí: “Si un problema tiene solución, ¿por qué te preocupas? Y si no la tiene, ¿para qué te preocupas?”. Esa es mi filosofía ahora. Intento disfrutar cada momento que vivo. Agradezco todo el apoyo de mi familia, amigos y, cómo no, al personal del Hospital Insular: quirófano, REA, cirugía, neumología y hospital de día. Gracias, gracias a todos.