“Ser mujer no es sinónimo de debilidad”

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Olga Martín Rodríguez

Soy la hija de la tierra, la que nació entre el mar y la montaña, aquella que aprendió desde el primer aliento que la vida no es dádiva, sino conquista. Soy la mujer que lleva en la piel las cicatrices del tiempo, de los días donde el sol parecía no salir y las noches se alargaban como una sombra interminable. Pero también soy la que sigue de pie, la que no se quiebra, aunque los golpes del destino se estrellen contra mí como olas furiosas.

He caminado descalza por caminos pedregosos, he sentido el frío de la indiferencia y el peso de las miradas que me querían invisible. Pero mi paso no se detiene, porque mis pies conocen el dolor y lo convierten en fuerza. Me enseñaron a caer, sí, pero también me enseñaron a levantarme, a sacudirme el polvo y a mirar al frente, siempre al frente, con la frente en alto.

No me dieron las llaves de los palacios, me dieron las herramientas para construir mis propios puentes. Y con esas manos que otros veían débiles, levanté mis propios sueños, uno a uno, como ladrillos que se van apilando en una torre que alcanza las estrellas. No pedí permiso, no busqué aprobación. Solo confié en mi capacidad, en mi voluntad inquebrantable de ser más, de ser todo lo que puedo ser.

Soy madre que abraza, soy amiga que escucha, soy hija, soy hermana, y en mi piel llevo las cicatrices de cada batalla, pero mi sonrisa jamás se quiebra.

En mi pecho no habita el miedo, aunque he sentido su aliento más de una vez. Lo miré a los ojos y lo desafié, le dije que en mi corazón no había lugar para él. Porque en mi alma arde un fuego más antiguo que el miedo, un fuego que no se apaga, que se alimenta de cada obstáculo, de cada “no puedes”, de cada puerta cerrada en mi cara.

Soy la que no acepta un destino impuesto, la que se forja su propio camino, la que escribe su historia con la tinta del esfuerzo, del sudor y de las lágrimas. Y no hablo de lágrimas de derrota, sino de las que purifican, de las que caen para regar el suelo donde florecerán nuevas victorias.

Porque ser mujer no es sinónimo de debilidad, ser mujer es ser río que, aunque encuentre rocas en su cauce, sigue fluyendo, sigue avanzando, con fuerza indomable, con la certeza de que llegará a su destino. Soy como ese río: he chocado con barreras, pero no me he detenido. He aprendido a sortearlas, a abrirme camino a través de ellas, porque la vida es eso, una constante batalla que vale la pena pelear.

Y no me canso. Aunque el cuerpo se agote, aunque las noches a veces sean largas, aunque a veces el silencio pese, sigo luchando. Porque sé que la recompensa no está en lo que me den, sino en lo que conquiste. Y cada pequeña victoria es un testimonio de mi fuerza, de mi coraje, de mi espíritu que no se rinde.

Así soy yo, mujer luchadora. Soy la que carga el peso de sus sueños en los hombros, pero lo lleva con orgullo, con la certeza de que cada paso me acerca a esa cima que un día imaginé. Y cuando llegue allí, no será el final, porque siempre habrá nuevas montañas que escalar, nuevos horizontes que descubrir.

Soy la mujer que no se deja vencer por el ruido del mundo, que escucha la voz interior que le dice: sigue, no te detengas. Porque en cada batalla, en cada desafío, en cada caída, se encuentra el verdadero poder. Soy mi propia victoria, soy mi propia fuerza. Soy mujer, y con eso lo digo todo.

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