Por Ruth G. Velázquez
La noche más larga.
Ese atardecer llegué a la Guardia Civil, esperando encontrar el valor necesario para entrar. Sabía que lo que iba a decir iba a desencadenarlo todo: el miedo, la culpa, los trámites, las preguntas, la incredulidad, el juicio social, y quizá también el juicio judicial, que no siempre es lo mismo. Me temblaban las manos. Sentía que mi piel me quedaba grande, como si habitara un cuerpo ajeno, un cuerpo que él había moldeado a base de amenazas, silencios y golpes en silencio sin tocar nunca mi cuerpo, eso sí, machacando mi ser al completo.
—¿Quieres denunciar o no?
Esa pregunta, tan simple, cargada de una dureza que no necesitaba añadir, fue la primera piedra del camino que aquella noche se transformaría en violencia institucional. Porque denunciar no era solo decir “sí”. Denunciar era recordar cada detalle, revivir cada situación en la que me sentí pequeña, humillada, rota, por mí y por dañarme a través de lo que más amo, mi niña. Denunciar era exponerme, desnudar mis miedos, entregarles mis heridas para que otros decidieran si eran suficientes o no.
Y aun así dije que sí.
El relato que nunca se acaba
A las doce y media de la noche yo seguía contando. Yo no sabía si mi voz salía firme o si entrecortada. Sentía la mandíbula tan tensa que parecía que mis dientes fueran a quebrarse, mis manos muy frías, llenas de clinex con lágrimas.
—Tienes que ser precisa —me repetían—. Cuantos más detalles, mejor.
Pero, ¿cómo se explica el miedo? ¿Cómo se narra en palabras una relación en la que lo físico relucía con poco peso, siendo apenas la punta de un iceberg de control, manipulación, aislamiento, amenazas veladas y chantajes emocionales? ¿Cómo se describe un infierno cotidiano cuando el fuego no deja cicatrices visibles?
Explicar una agresión que no deja moratones es casi como intentar demostrar que el viento existe. Para una “denuncia válida” quieren pruebas. Y el viento no deja pruebas, solo deja la sensación de frío en la piel.
Era la una de la mañana cuando me pidieron que repitiera una parte del relato. Yo ya no sabía si lo había contado o no. Mi cerebro estaba agotado, pero mis recuerdos estaban más vivos que nunca.
—Perdone, es que estamos intentando entender el contexto —me dijo una agente con tono amable.
El contexto. Esa palabra tan fría para contener tantos años de destrucción lenta.
Cuando terminé, pensé que por fin podría irme. Pero entonces me dijeron que tenía que esperar porque tenían que remitir la denuncia al juzgado, que quizá me llamaban para declarar de nuevo en unas horas y que hasta que no le detuviese no podía ir a casa.
—¿En unas horas? —pregunté.
—Sí. Sobre las ocho o las ocho y media. Depende de la Fiscalía.
Eran las tres de la mañana, mi niña me acompañaba, sin dormir, ni comer, sin la llamada esperada.
Había revivido todo lo que llevaba años intentando asumir y olvidar por momentos. Y aun así, tenía que volver a hacerlo en pocas horas, otra vez.
Salí de la comandancia con un papel en la mano, un documento que, en teoría, representaba mi valentía. Pero lo que yo sentí fue distinta: sentí mucho miedo.
El juicio sin justicia
Llegué al juzgado a las ocho y media, con los ojos hinchados y un nudo en el estómago. Me sentía como si caminara hacia un sacrificio.
Iba con una abogada de oficio, sin especialización alguna, no la culpo; el sistema no da para más. La Fiscalía me hizo repetir parte del testimonio y me preguntó por pruebas. Yo las tenía. Mensajes, audios, capturas, testigos, fotos… pero no parecían suficientes. Nada parecía suficiente, la Fiscal me miró como si yo fuera la que debía justificarme por existir.
Él, en cambio, habló con tranquilidad según me hizo saber la abogada. Mintió con una facilidad, había hecho de la mentira su realidad. El juicio duró menos de lo que tardé en escribir la denuncia. Y cuando llegó la sentencia, sentí que todo se derrumbaba. No solo no reconoció la violencia psicológica; además, dejaba en duda mi credibilidad. Fue como si el Estado, en su conjunto, me dijera a pesar de las pruebas aportadas: “Te creemos, pero no lo suficiente”.
La violencia institucional tiene un silencio que grita más fuerte que cualquier insulto. Porque te golpea desde un lugar desde el que se supone que deberían protegerte.
Yo salí del juzgado con una mezcla de rabia y tristeza que no supe manejar. Sentía que la Justicia no solo me había fallado; sentía que me había traicionado.
La caída
Los días siguientes se mezclaron entre sí como los colores de un cuadro mojado. Había puesto toda mi energía en denunciar, en acudir al juicio, en intentar que el sistema viera lo que yo llevaba años cargando. Y de pronto, todo se había derrumbado.
Sentía que mi voz no valía nada, que mi verdad no era suficiente para nadie, ni para mi familia porque no tenía heridas físicas, las únicas que conocían como violencia.
Ahí estaba yo: rota, agotada, y encima con una carga añadida, esa que tantas mujeres conocemos demasiado bien: la culpa. La culpa de haber denunciado, la culpa de no haberme ido antes, la culpa de no haber sido más clara, más valiente, más contundente. La culpa de existir en un mundo que nos hace responsables de la violencia que recibimos.
Me costaba respirar. Me costaba comer. Me costaba ser.

Ellas
Y todo gracias a ellas.
La primera en llamarme fue Gema Díaz. No éramos íntimas, pero había visto en mis ojos algo que yo creía que estaba escondido. Me dijo: “Estoy aquí para lo que necesites”. Y rompí a llorar de una manera que no sabía que podía llorar una adulta.
Luego vino otra y otra y otra, Carmen, amiga de Mara, a la que apenas conocía, Elena la responsable del lugar en el que trabajaba.
Todas tenían algo que decir, algo que ofrecer, algo que dar: palabras, cariño, abrazos, compañía, sostén.
En los días más oscuros, cuando la rabia me quemaba por dentro y la tristeza me hundía, ellas aparecían como faros en mitad de una tormenta.
La sororidad me salvó. No tengo ninguna duda. Ellas, con sus manos, sus voces, su fuerza, hicieron lo que el Estado no hizo: protegerme, sostenerme, creerme.
Me acompañaron en cada pequeño paso que daba. Me recordaron que la justicia institucional es injusta muchas veces, pero que eso no significa que mi verdad no exista.
Una de ellas, Marina Marroquí me dijo algo que llevo tatuado en el corazón:
—El sistema no siempre nos ampara, pero nosotras nos tenemos entre nosotras. Eso es lo que ellos no soportan.
Reconstruirme
La recuperación de una mujer no es una línea recta. No hay un día exacto en el que una despierta y dice: “Estoy sanada”. No funciona así. La reconstrucción es un proceso lleno de idas y venidas, de avances pequeños y retrocesos grandes.
Pero gracias a ellas, empecé a encontrar pedacitos de mí.
Primero aprendí a dormir sin miedo. Luego aprendí a volver a escuchar música sin pensar en quiénes ya no quería más a mi lado. Más tarde aprendí a reír de verdad, con el estómago, con las entrañas, descubrí que mi cuerpo me pertenecía, admirándolo en el espejo. Tenía la certeza que mis decisiones me pertenecían.
Hubo días en los que me sentía fuerte, indestructible, lista para pelear por todas. Otros en los que me sentía una niña perdida en un monte oscuro. Pero en cada uno de esos días, sin excepción, había una de ellas, de mi red dispuesta a sostenerme.
Me sentí muerta en vida, pero volví a nacer, mi tatuaje en mi pecho, cerca del corazón me lo recuerda cada día, una triqueta que representa la vida, la muerte y el renacimiento junto a las tres fuerzas que tienen la tierra, el agua y el fuego, sostenido por la serpiente que muda su piel al completo, transmuta cuántas veces haga falta para continuar.
La sororidad no es un concepto abstracto. No son palabras bonitas en un cartel o de un discurso. La sororidad son manos reales, voces reales, mujeres reales que deciden, con actos concretos, que ninguna de nosotras vuelva a caminar sola en cualquiera de nuestros roles.
La sentencia
Porque sí, el sistema me falló. La Justicia me falló. Pero yo aprendí que la justicia verdadera no siempre está en un papel con sello judicial, la justicia divina haría su trabajo.
Hoy, con distancia y con el corazón más fuerte que nunca, sé que mi historia no terminó en aquel juzgado. Mi historia empezó cuando me di cuenta de que lo que me mantenía de pie no era la fuerza individual, sino la fuerza colectiva.
Mi sentencia es otra:
Yo sobreviví porque otras mujeres me agarraron fuerte, con mucho amor.

Lo que quiero que otras sepan
Para todas las mujeres que hoy están en ese punto exacto donde yo estuve: temblando en una comisaría, repitiendo un relato doloroso ante un funcionariado cansado, en muchas ocasiones sin especialización, enfrentándose a un sistema que todavía no entiende el alcance de la violencia machista.
Quiero decirte algo:
¡¡¡Estamos aquí para tí!!!.
Y aunque el sistema falle, nosotras, las sororas de verdad no fallamos.
Tu historia vale, tu miedo vale, tu denuncia vale, aunque te digan lo contrario. Tu voz importa, incluso cuando tiemblas. No importa si la Fiscalía considera que “no hay suficientes pruebas”. Tú no tienes la obligación de demostrar que sufriste. Tú no eres la acusada. Tú eres la que lograste salir del zulo.
Quiero que sepas que la sororidad existe. Que hay mujeres dispuestas a sostenerte, aunque no te conozcan. Que no importa si no llevan tu sangre: llevan tu lucha. Y eso es más fuerte que cualquier lazo familiar.
Porque cuando una mujer sobrevive, no solo se salva ella. Salva a muchas más.
Y ellas, mis faros, siguen conmigo. Convirtiendo el dolor en fuerza y la fuerza en red. Una red sorora, firme, luminosa, resistente, están las que tienen que estar.
Yo no estaría aquí sin ellas, sin la mirada firme de quiénes me acompañaron sin pedir nada a cambio.
Porque al final, lo que me salvó no fue la ley.
Fueron ellas.
Las que no me soltaron la mano, gracias a todas.

