Por Sandra Ruano.
Mi historia de supervivencia comienza en la niñez, dentro de una familia desestructurada. Casi toda la vida transcurrió de un rincón a otro. A muy temprana edad me casé y marché a vivir a Sevilla. Allí nacieron mis hijos.
Con el paso de los años, y viviendo una relación insostenible con mi marido, después de veintidós años decidí divorciarme y regresar a mi tierra, Canarias. Empezar no fue fácil, no había información ni medios para saber dónde acudir, y tampoco era consciente de que había pasado por un proceso de maltrato. Continué sin denunciar, centrando todas mis fuerzas en salir adelante.
Me puse a trabajar y, a partir de ahí, conocí a otra persona. Comenzó una relación maravillosa con un hombre que nada tenía que ver con mi exmarido. Compartimos siete años de vida, pero la felicidad fue efímera: una enfermedad me lo arrebató y todo cambió por completo. Me desviví por cuidarlo y amarlo, y eso me llena de orgullo recordarlo. Se cumplió su voluntad y nos casamos en el hospital, todo preparado por el personal de paliativos, a quienes agradezco profundamente por haber hecho lo humanamente posible. Pasé de casada a viuda en apenas una semana. El amor de mi vida se apagó.
En ese trance, la tristeza se adueñó de los días. Perdida la capacidad de entender y reaccionar, apareció alguien que endulzó las horas vacías. Sumida en la depresión, surgió una relación a distancia. En el fondo, solo buscaba escapar del dolor que me consumía. Me arriesgué y marché a México en el año 2005.
Allí comenzó mi maltrato. Comprendí que cuando una mujer pierde la autoestima y deja de valorarse, acaba permitiendo lo que no merece. Entendí que había sido yo la que había dejado de creer en mí, la que había dejado de cuidarse.

Adaptarse a un país distinto, con otra cultura, otras costumbres y tantos cambios, no fue tarea sencilla. La necesidad de no fracasar me llevó a seguir conviviendo con el maltratador. Se encargó de que no tuviera dinero, de controlar mis pasos, de vigilar con quién hablaba, de humillarme ante los demás. Me repetía que no valía nada, que nadie me quería. Llegaron los insultos, los empujones, la culpa… Hasta que casi vivía encerrada en una habitación, esperando si habría comida, si llegarían los gritos o, con suerte, un momento de compasión.
La tarde-noche en que desperté de esa pesadilla fue cuando pronunció una frase que me heló la sangre:
—Tienes que firmarme un documento para que, si te pasa algo, yo no sea responsable.
En ese instante algo se encendió dentro de mí. Ya va a matarme, resonó en la mente. Aquella noche, en silencio, preparé una pequeña maleta con algo de ropa y, a las seis de la mañana, abandoné la casa.
Tuve la fortuna de contar con una amiga que me acogió en su hogar. Fue entonces cuando comprendí que debía denunciar. Busqué los lugares donde hacerlo y presenté una denuncia en la Procuraduría de México. Gracias a ello, el Consulado Español se puso en contacto conmigo. Fue mi salvación.
Guardo una gratitud inmensa hacia todas las personas que me tendieron la mano: al cónsul Miguel, a las instituciones, al Gobierno de Madrid y al Cabildo de Gran Canaria, que gestionaron todo para repatriarme a mi tierra.
En diciembre de 2021 regresé a Canarias y fui acogida en una casa para mujeres, donde comencé a ser libre, sin miedos y con una profunda sensación de gratitud. Agradecida a quienes me apoyaron, me quisieron y me ayudaron a convertirme en quien soy hoy. Mi reconocimiento también a la Casa de Igualdad, por su admirable labor con las mujeres violentadas y maltratadas.
Somos muchas.
Y aún nos queda mucho por hacer.
Tu denuncia sí importa.
Tu testimonio también.
No estás sola, pide ayuda.
De todo se sale.
No permitas que nadie corte tu libertad.

