Por Claumy Velázquez
Ser invitada a escribir estas líneas es uno de esos regalos inesperados que me han abrazado el alma. Porque esta revista no solo da voz a la mujer; también la sostiene, la protege y la mira con respeto. Y cuando una mujer ha sido herida, maltratada o ignorada en algún momento de su vida, que exista un espacio que la reconozca y la honre es algo profundamente necesario.
Mi nombre es Claumy Velázquez. Soy cubana de nacimiento, pero la vida decidió que mi corazón se partiera en dos orillas. Una parte seguirá siendo siempre de Cuba: de su fuerza, de su carácter, de mi raíz. Y la otra parte pertenece para siempre a Canarias, la tierra que me recibió desde 2018 con una calidez que jamás olvidaré. Por eso con orgullo digo que soy cubanaria, porque no sabría elegir entre un origen y un destino cuando ambos me han dado tanto.
Mi historia no comenzó con uñas, ni con una marca consolidada, ni con formaciones internacionales, ni con una academia llena de mujeres que brillan. Mi historia comenzó como comienzan casi todas las historias verdaderas: con un sueño que parecía demasiado pequeño para cambiar mi vida.
Antes de dedicarme al mundo de la manicura, estudié y me gradué de Licenciatura en Derecho. Siempre creí que ese era mi camino. Pensaba que mi misión sería defender a personas vulnerables, buscar la justicia, exigir lo correcto. Me imaginaba armada de leyes, argumentos y convicciones. Con ello, lo que quería era ayudar, proteger y ser voz para quienes no la tenían. Y, sin embargo, nunca imaginé que la vida me llevaría por un camino completamente distinto, pero profundamente fiel a esa esencia: ayudar a otras personas.
Porque sí, yo soñaba con cambiar vidas. Pero jamás imaginé que lo haría con una lima, un pincel y mis manos.
Lo que empezó como un capricho de niña fue el inicio de un destino. Recuerdo a mi madre haciendo lo imposible para que yo tuviera mis primeras herramientas: una mesa pequeñita, algunos esmaltes, lo más básico. No había grandes lujos, ni grandes recursos, pero sí un amor inmenso y un mensaje que me repetía sin cansarse desde mi niñez: “Tú puedes. Tú eres capaz.”

Yo estudiaba en la universidad y recuerdo que después de clases me sentaba en esa mesa diminuta y trabajaba con aquello que tenía. Y ahí, entre colores, uñas y risas, se estaba escribiendo una parte de mi vida que yo no sabía leer todavía. Cuando terminé mis estudios comencé a trabajar en esto a tiempo completo y sin planificarlo mi vida empezó a ganar fuerza, sentido y propósito. Y fue ese camino el que un día me llevó hasta Gran Canaria, donde Dios decidió abrirme puertas que no podría imaginar que existían.
Hoy miro atrás y me doy cuenta de que nada de esto estaba en mis planes. Hoy honro ser manicurista profesional, formadora internacional, tener mi academia, ser una de las creadoras de la marca que lleva mi nombre, pero sobre todo el acompañar a miles de mujeres a lo largo de estos años.
Y si, todo esto ha ocurrido… y ha ocurrido aprovechando cada oportunidad que se me ha presentado en este camino.
Porque si hay algo que me caracteriza —que quienes me conocen lo saben- es que el NO es mi mejor amigo. Cuando algo no me sale a la primera, ahí es donde más me aferro. Insisto y vuelvo a insistir cuando tengo un propósito… Y eso, lo admito, me ha abierto más caminos que cualquier otro talento.
Por eso siempre digo algo que quiero dejar marcado aquí en grande, porque es parte esencial de quién soy y de cómo vivo: LA SUERTE NO ES MAGIA.
LA SUERTE ES UNA OPORTUNIDAD…
Y ESTAR PREPARADA PARA ELLA.

Me siento dichosa de dedicarme a una labor que me llena el alma. He tenido la fortuna de encontrar mujeres maravillosas que han confiado en mí.
He tenido el privilegio de construir un camino propio. Y para esto he tenido que estar lista, formada, despierta, valiente y dispuesta.
Y esa preparación les confieso viene de las mujeres que me criaron y me formaron. Vino de mi madre y de mi abuela, que jamás me dejaron bajar la cabeza. Vino de mis maestras, amigas, de esas primeras clientas y por supuesto de mis alumnas. Vino de todas las mujeres que se han cruzado en mi camino recordándome que un mensaje, una palabra, un gesto… pueden marcar la vida entera de alguien. Y hoy intento sembrar lo mismo en cada mujer que llega a mis manos.
Después de años de aprendizaje, esfuerzo y mucha voluntad, nació lo que hoy es Claumy: una academia que se convirtió en hogar, una marca que se convirtió en familia, una comunidad que se convirtió en misión. Y digo misión porque eso es lo que siento que hago cada día.
La gente ve técnica, precisión, brillo, diseño, estructuras perfectas. Sí, eso está. Eso lo amo. Eso forma parte esencial de mi trabajo. Pero la verdad, la que no se publica tanto, es que mi tarea más profunda sucede en silencio, cuando una mujer se sienta frente a mí.
A veces llegan heridas. A veces llegan calladas. A veces llegan rotas emocionalmente. A veces llegan sin creer en nada, ni en ellas mismas. Y entonces, en ese espacio tan pequeño llamado mesa de manicura o buró de maestra, ocurre un milagro diario: se sienten seguras. Se sienten escuchadas. Se sienten vistas.
He conocido historias que pesan. He escuchado dolores que estremecen. He acompañado a mujeres que vivieron maltrato, abuso, abandono, manipulación emocional, violencia silenciosa. He visto cómo llegaban con la mirada apagada… y cómo esa mirada se iba encendiendo poco a poco. Y muchas veces me han dicho: “Claumy, tú me cambiaste la vida.”
Y yo sé que no es magia mía. Es el espacio, el cariño, la escucha, la dedicación y, la mezcla entre arte y humanidad. Porque enseñar uñas es hermoso, pero enseñar a una mujer a reconectar consigo misma… eso es trascendental. Y ese es el regalo más grande que me ha dado esta profesión.
Hoy, Claumy no soy solo yo. Claumy es un equipo. Un equipo que trabaja mano a mano, que sostiene mis ideas, que impulsa mis proyectos, que crece conmigo. Un equipo en el que cada persona es imprescindible. No podría hacer nada de lo que hago sin ellos. Y aprovecho para mencionar a la persona que se ha convertido en mi pilar más firme: mi esposo. Mi compañero de vida y de negocio, mi brazo derecho, mi sostén, mi calma y mi impulso. También a mi Nayi, mi brazo izquierdo, que forma parte esencial de este equipo maravilloso y que por cierto seguimos creciendo.

Hoy, después de tantos años, puedo decir con orgullo, con emoción y con humildad, que mi misión va mucho más allá de enseñar una técnica. Mi misión es acompañar. Mi misión es sostener. Mi misión es recordarles a las mujeres su valor. Mi misión es devolverles fuerza, dignidad y voz.
Mi misión es darles lo que la vida me dio a mí: apoyo y oportunidad.
Por eso esta invitación a escribir en esta revista no es solo un espacio para hablar de mí. Es una oportunidad para hablar de ellas: de todas las mujeres que han sido silenciadas, heridas, subestimadas o ignoradas. De todas las mujeres que están reconstruyéndose. De todas las que no saben aún lo fuertes que son.
Si mi historia puede servir para abrazar la de otra mujer, vale cada palabra.
Si mi camino puede inspirar a una sola persona más, entonces todo este recorrido ha valido la pena. Porque al final, la verdadera belleza no está en una uña perfecta. La verdadera belleza está en una mujer que vuelve a creer en ella. En una mujer que se levanta. En una mujer que se elige. En una mujer que se sabe digna.
Y si mis manos, mis palabras, mi equipo, mi academia y mi marca pueden ser parte de ese proceso, entonces puedo decir, con absoluta verdad, que estoy viviendo la misión que la vida y Dios eligieron para mí.

