“Un infierno de nueve meses”

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Por Silvia de Esteban

Me casé enamorada. Llevábamos tres años viviendo juntos. Una relación que para mí era preciosa y en la que compartíamos muchas cosas en común, sobre todo el amor por el cine, el teatro y la música. Éramos compañeros; los dos éramos actores disfrutábamos de la vida, tranquilos. 

Me pidió casarme de una forma un tanto singular. No hubo una pedida bonita ni romántica: me dio el anillo en el coche, conduciendo. Pero bueno, yo estaba feliz. Ya en la luna de miel empezó a querer estar a solas, como si necesitara espacio para él solo. Yo no me di cuenta, pero empezaron a aparecer algunos problemas.

A la vuelta del viaje, ya en casa, todo cambió radicalmente. Aquellos amigos que solían compartir vida y hacer el amor de una manera bonita, se convirtieron en “marido y mujer” pero para él esas palabras significaban algo muy diferente de lo que significaban para mí. Poco a poco, “mi deber” empezó a ser solamente el de limpiar y organizar la casa, hacer la comida y tener sexo cuando él quisiera, como él quisiera y cuántas veces él quisiera.

Fotografía Pablo Durango

Primero fue más disimulado, pero iba pasando el tiempo y todo se iba agravando. En muy pocos meses mi vida se había convertido en un pequeño infierno. Y más tarde, se convirtió en una gran pesadilla de día y, sobre todo, de noche. Mi única misión en el matrimonio era tener sexo cuando él quisiera. Daba igual si yo quería o no, si me gustaba o no, si me dolía o no. Todo eso  daba igual. Si le decía que no, me castigaba yéndose de casa y desaparecía por uno o dos días. Y si accedía, me sentía mal conmigo misma, pero no me atrevía a hablar, a contárselo a nadie; no me atrevía ni siquiera a pensar que lo que estaba pasando allí estaba mal.

Tuve muchos momentos de incertidumbre, de confusión y de miedo. No entendía por qué ya no me apetecía hacer el amor con mi marido. Hasta  que entendí que aquello no era hacer el amor, que todo era diferente, que ahora yo no servía para otra cosa y que aquella manera de “hacer el amor” no me gustaba. Heridas, visitas al ginecólogo continuamente, tristeza…

Empecé a vestirme con chándal, con suéteres muy anchos, con tal de no llamar la atención de nadie. Creía que yo tenía la culpa, que era yo la que estaba cambiando. Me sentía culpable y, a la vez, no me atrevía a decírselo a nadie. “¿Cómo iba a compartir algo así habiéndome casado hacía pocos meses? ¿Quién me creería?”

Hubo muchos momentos duros, muy duros. Pero un día ocurrió algo muy grave. Y como ya habían pasado unos meses, yo poco a poco me iba dando cuenta de lo que estaba ocurriendo. En ese momento abrí los ojos, porque aquel instante se convirtió en una lucha a vida o muerte: o vivía él o vivía yo.

Durante el acto más feo que he podido recibir en mi cuerpo y en mi alma, en todos aquellos meses de infierno, tuve el pensamiento de agarrar un cuchillo y matarlo. Por supuesto, no creo que lo hubiera hecho, pero el pensamiento vino. Tenía mucha rabia, demasiado dolor. Y ahí fue cuando abrí los ojos y me di cuenta de que aquello no estaba bien, de que eso no era un matrimonio coherente, honesto y bonito.

Aquella complicidad de amigos se había terminado. Yo solo sentía miedo. Cada vez que sonaban las llaves en la puerta y él entraba, cada vez que nos íbamos a dormir, sentía pánico. Si se despertaba, todo lo que quería era tener sexo: sin preámbulos, sin cariño, sin besos, sin nada… solo sexo feo y bestia.

Fue la época más dura de mi vida y la que más me enseñó. Me enseñó a respetarme a mí misma y a no dejar que nadie me volviera a agredir, ni física ni verbalmente.

Fotografía Pablo Durango

Después de muchos años sin hablar del tema con nadie, me atreví a escribir mi historia. Y como soy actriz y escritora, me lancé a escribir la obra de teatro “La vida de colores”, en la que cuento mi historia con pelos y señales. Mi intención es que a otras mujeres les sirva para abrir los ojos y reconocer un tipo de maltrato desde el primer día, o lo antes posible, antes de que sea demasiado tarde.

Yo tuve suerte: estoy aquí, contándolo. Pero muchas no. Y mi intención con esta obra es que, al menos, una persona del público se sienta identificada y abra los ojos. Siempre digo que, si puedo salvar a una mujer de una historia semejante, con eso me doy por satisfecha.

Cuando hago la función, lo más reconfortante es cuando vienen mujeres y hombres a contarme su historia. Me abrazan, muchas veces con los ojos llenos de lágrimas, y me dan las gracias. Yo hice mi terapia y curé mis heridas en su momento. Y después de veinte años representando la obra, siento que puedo ayudar a otras, y eso es lo que termina de cerrar mis cicatrices.

Desde entonces, intento seguir viendo la vida de colores, como era antes, no en blanco y negro, como fue día tras día durante mi matrimonio. Un infierno que, por suerte, duró solo nueve meses y del que pude salir, herida pero viva.

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