Voz por la igualdad  “Yo no estoy loca” 

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Por María Alejandra González 

  Tengo 56 años, me llamo Alejandra, y durante demasiado tiempo, mi vida fue una historia de violencia machista. No fue solo una, sino muchas: económica, física y psicológica, enredadas como un nudo ciego que me apretaba el alma. Nadie me había hablado nunca de que el AMOR, ese  sentimiento que yo creía reconocer, pudiera tener un nombre tan feo y una cara tan cruel.

Todo empezó sin que me diera cuenta, como un veneno lento. Hasta que un día desperté y ya no era yo. Había perdido mi autonomía, mi voz, mi derecho a ser. No solo con él, sino con todos: la familia, los amigos… mi mundo se encogió hasta los muros de una habitación. Recuerdo el silencio helado que me imponían, la mirada que acallaba cualquier palabra antes de que naciera. “No vales para nada”, “¿quién te ha preguntado?”.

Esas frases se clavaron en mi piel hasta que me las creí. Pasé años encerrada en esa prisión invisible. Cuando cocinaban, el aroma llegaba a mí como  un recordatorio de que era invisible. Tenía que bajar a escondidas, con el corazón en un puño, a recoger migajas de la basura, sintiendo cómo la vergüenza me quemaba por dentro.

Lo hacía todo, absolutamente todo, para que el monstruo no despertara. Caminaba de puntillas por mi propia vida, conteniendo la respiración. Pero daba igual. Podía estar callada, inmóvil, hecha un ovillo, y aun así, los golpes llegaban. El miedo era mi sombra permanente. Sin comunicación, sin un teléfono que fuera solo mío, me convencí de que aquel infierno era mi lugar. De que yo no merecía nada mejor.

El colmo llegó cuando nos echaron de nuestra propia casa. La desesperación tiene un sabor amargo, y me llevó a un lugar del que nunca pensé que saldría: la prostitución. Él ponía objeciones, pero su negación era otro golpe más. Si no lo hacía, la consecuencia era la misma: la violencia.

Entre tantas faltas de respeto y golpes, hay una noche que se me quedó grabada a fuego. Quería 40 €. Cuando me atreví a decir que no, le dio igual. La paliza fue tan brutal que aún la siento en los huesos. Y lo peor no fue el dolor físico, sino la humillación: fue al lado de la comisaría, con gente grabando con sus móviles mientras yo, rota y sucia, pedía auxilio desde un pozo de desesperación. Siempre le estaré agradecida a la Policía Local que lo detuvo. Pero el miedo es una cadena más fuerte que cualquier esposa. Tanto terror me envolvía que no pude denunciar. En mi confusión, yo era la culpable.

Hasta que un día, desde lo más hondo de mi ser, surgió un grito: “Se acabó”. Era un susurro, pero era mío. Entré en el DEMA, y allí, con la ayuda paciente de las especialistas, comencé a ver con claridad. Aprendí la palabra más liberadora de mi vida: dependencia. Lo que yo llamaba AMOR era en realidad una cadena. Y link a link, con lágrimas y una fuerza que no sabía que tenía, la fui rompiendo.

Después, entendí la verdad que hoy me sostiene: yo no soy CULPABLE. Me costó sangre, sudor y lágrimas creérmelo, pero al final llegué al camino. Hoy respiro el aire dulce de la independencia y, por primera vez en mucho, mucho tiempo, la que decide soy YO.

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